P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Según Carlo Ghinelli, un rasgo característico del Sacramento de la Reconciliación, que no siempre se destaca suficientemente, es el que tiene más que ningún otro, una capacidad epifánica y apocalíptica en cuanto que es indudablemente un signo manifestante de una triple realidad que constituye el núcleo del sacramento: la alegría de Dios en el perdón, la alegría del pecador en la acogida del don del perdón, y la alegría de este encuentro entre Dios y el hombre. Es más gratificante en cuanto más imprevisible e inmerecido resulta. A este respecto, el Papa Juan Pablo II afirmaba que: «“La caridad es paciente, es benigna…, no es interesada, no se irrita…, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad…, todo lo espera, todo lo tolera” y “no pasa jamás” (1 Cor 13, 4-8). La misericordia -tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo- tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agápē. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y «revalorizado». El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido “hallado de nuevo” y por “haber resucitado”. Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que, en el caso del hijo pródigo, fue la vuelta a la verdad de sí mismo» (Dives in misericordia, 6, §3).
Por otra parte, fuente primaria de inspiración para iluminar nuestro deseo de captar algunas vibraciones del corazón de Dios cuando perdona, es el Evangelio de Lucas. Convirtámonos, pues, en discípulos dóciles y confiados: nuestra esperanza no se verá defraudada. Sólo de la experiencia de Jesús y de su testimonio escrito, nosotros, pobres pecadores, podremos intuir el único misterio de la misericordia. En un primer momento, intentaremos ponernos en sintonía con el corazón de Dios que rebosa de alegría cuando perdona. En una entrega posterior, trataremos de analizar los diversos aspectos de la alegría de la criatura cuando siente amada y se deja desbordar por el amor misericordioso del Padre. En la primea parte, no podemos menos que creer que la alegría de Dios es nuestra fuerzaya que la alegría del perdón es como el agua: si se extrae directamente del manantial, entonces se aprecia mejor su claridad, se experimenta su frescura y se disfruta profundamente.
De lo contrario, como el agua turbia que ha sido sometida a un tratamiento químico o a algún proceso de industrialización, la memoria se pierde casi inmediatamente y se sigue viviendo como si, incluso después de una confesión o de una experiencia de reconciliación, nada hubiera cambiado en la vida. Por eso, decimos que la fuente del «gozo del perdón» es el corazón de Dios. Precisamente ahí, es donde tenemos que centrarnos; es la fuente de la que hay que partir, aunque, al principio, suframos vértigo por nuestro atrevimiento a desear conocer esa zona tan íntima del Señor, Dios Eterno. Tal vez el problema por el que no hemos captado la belleza de este misterio sea porque hemos querido entenderlo al empezar desde abajo, es decir, desde el corazón del hombre perdonado. Sin embargo, los grandes santos que han captado la grandeza de los sentimientos de Dios, han entrado -aun con grande sobresaltos y escalofríos-desde lo alto, pues solo desde ahí, podemos comprender la magnitud del don y de ese modo podemos y debemos esperar y acoger la alegría del perdón.
Es a la fuente, al corazón mismo de Cristo, al que debemos dirigirnos para beneficiarnos de su don, sin ningún temor de que se agote o incluso agote su flujo. Es ahí, y solamente ahí, cuando nos encontramos ante lo más singular, lo más inédito y lo más peculiar del cristianismo. San Pablo lo entendió y por ello nos exhorta tan enfáticamente cuando dice: «Tengan unos con otros los mismos sentimientos que estuvieron en Cristo Jesús: Él compartía la naturaleza divina, y no consideraba indebida la igualdad con Dios, sin embargo, se redujo a nada, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y entre los muertos, y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2, 5-11).
Así pues, si queremos aspirar a la esperanza y creer en la alegría del perdón, estamos invitados a experimentar que esto solamente se articula a través del nombre de Jesús y benevolencia que es la única y la máxima prueba veraz de que Dios nos ha perdonado al permitir la muerte de su Hijo y al resucitarlo, precisamente como confirmación del gran amor que Él nos tiene.
Domingo 9 de febrero de 2025.