P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Hablar de “la medida con la que Dios nos ama”, es, ciertamente, un lenguaje inadecuado, pero quizás, paradójicamente, el único que nos ayuda a penetrar más en el abismo insondable del amor misericordioso y gozoso de Dios. La palabra de Dios que nos impulsa a pronunciar este argumento en la medida que podemos intuir la grandeza del amor divino es: «Nadie tiene mayor amor que éste, dar la vida por sus amigos» (Jn 15, 13) y es una palabra tan elevada que sólo puede ser ilustrada y comprendida con otras reflexiones que nos ofrece la misma fuente, la Biblia. De este modo, como lo expresa San Pablo: «Es difícil que alguien esté dispuesto a morir por un hombre honrado; a lo sumo, tal vez se pueda encontrar a alguien dispuesto a dar la vida por un hombre bueno. Cristo, en cambio, murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores: esta es la prueba de que Dios nos ama» (Rom 5,7ss.). Si queremos buscar una «medida» del amor de Dios por nosotros, para conocer su singularidad y peculiaridad con la que Él nos ama, solamente encontraremos una «prueba» que nos introduce en la verdadera comprensión del amor de Dios.
Y ésta es una prueba per absurdum, desde el punto de vista del razonamiento y de la predicción humana, y, precisamente, porque nos parece la única capaz de revelar el misterio, la única digna de fe, en el sentido más fuerte y propio del término, la única que nos permite proseguir -con inquietud y confianza al mismo tiempo- nuestro discurso. La unidad de medida con la que Dios nos ama es, por tanto, la de amarnos sin medida. Es decir, su amor es tan infinito que no se le puede atribuir ningún parámetro humano. Es precisamente esta conciencia la única que, en mi opinión, nos permite penetrar en otro aspecto por demás consolador ya que hacemos referencia a la alegría con la que Dios cultiva y expresa su amor misericordioso. El testimonio de San Juan, en su primera carta, responde a nuestro deseo cuando afirmamos que es la dimensión objetiva de la alegría divina la que podemos captar. Es «objetiva» en el sentido de que se funda en la verdad que se nos ha revelado y que, sin esta revelación en Cristo, no habría sido posible que el hombre sospechara ni remotamente ya que sólo de este modo podremos comprenderlo.
Estamos haciendo mención a la verdad de Dios, la que, una vez percibida y aceptada, nos introduce en la plena comprensión de la verdad del hombre. Y sólo la verdad puede generar una alegría auténtica. En primer lugar, es necesario confesar el pecado y abrirse al perdón de Dios. Por lo tanto, solamente así podemos entender que «Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad de Dios no está en nosotros» (1 Jn 1, 8). Así pues, al aceptar nuestra pecaminosidad, confesamos la verdad de Dios, es decir, nos injertamos en el flujo de la gracia perdonadora y ofrecemos a Dios, por así decirlo, la posibilidad de manifestarse como Dios misericordioso. Y es esta «verdad de Dios» la que se revela y hace estallar en toda su plenitud la verdad del hombre como lo describe San Juan cuando afirma: «Pero si reconocemos públicamente nuestros pecados, Dios los perdonará, porque cumple su palabra; nos librará de todas nuestras ofensas, porque es bueno» (1 Jn 1, 9).
Este es, sin duda, el camino más seguro para entrar en las profundidades del misterio de Dios. No se trata de seguir el razonamiento humano, que sólo puede proceder por intuiciones genéricas o analogías vagas. Tenemos un camino abierto ante nosotros, nos toca recorrerlo con la confianza de que somos pecadores y podremos avanzar, incluso en la lucha contra las tinieblas por amor a la luz, de revelación en revelación. Así pasamos a la intuición, a la experiencia única de que, al perdonar, Dios es nuestro Padre y nos hace de nuevo sus hijos; en una relación interpersonal recuperada y más íntima. Es verdad, es realmente verdad, es la única verdad que se nos ha dado profesar, cantar y comunicar. Dios manifiesta su paternidad cuando, perdonándonos el pecado, nos hace sus hijos. Es también San Juan quien exclama: «¡Cuánto nos ha amado el Padre! Él nos ha llamado a ser sus hijos. Y en verdad lo somos» (1 Jn 3,1). Vivir la alegría de los hijos redimidos, la alegría de las criaturas perdonadas y agraciadas, nos permite intuir la alegría del Padre que ama, y que se conmueve íntimamente por el perdón (Lc 1,78).
Esta certeza de la alegría que perdona es la que hace posible e incontenible nuestra alegría de hombres y mujeres perdonados; nos es continuamente testimoniada y anunciada por la Palabra de Dios, que resuena incesantemente en la Iglesia para alegría de quienes se reconocen pecadores y reconocen que el Dios de Jesucristo es un Dios que puede y quiere perdonar. San Juan continúa: «Si decimos: ‘no hemos pecado jamás’, hacemos a Dios mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1 Jn 1,10). Así como nos había dicho antes que Dios, al perdonar nuestros pecados, «cumple su palabra», así ahora dice que si no confesamos nuestros pecados «su palabra no está en nosotros«. Se trata, evidentemente, de la misma Palabra de Dios, de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, de la Palabra-misterio de salvación y fuente de bienaventuranza para todos los que la escuchan, la acogen, la asimilan, la viven y la profesan con su vida. De este Verbo-misterio, la Palabra escrita de Dios y la Palabra proclamada en la Iglesia son signo verdadero y eficaz.
Domingo 1° de marzo de 2025.