P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
El hecho de que sean los pequeños, los «anawim» del Antiguo y del Nuevo Testamento, los que atraen el amor divino lo constatamos de una manera especial cuando el Evangelio afirma: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10,21). Se trata de un pequeño rebaño que ha sido destinado a ser el destinatario de la promesa del reino: «Ustedes, pues no busquen qué han de comer, ni qué han de beber, y no estén preocupados. Porque los pueblos del mundo buscan ansiosamente todas estas cosas; pero el Padre de ustedes sabe que necesitan estas cosas. Pero busquen Su reino, y estas cosas les serán añadidas. No temas, rebaño pequeño, porque el Padre de ustedes ha decidido darles el reino (Lc 12, 29-32). Por lo tanto, la benevolencia del Padre nos da la Paz (Lc 2,14), el conocimiento de los misterios de Dios a los sencillos (Lc 10,21), la participación en el reino (Lc 12,32). El único e insustituible mediador de estos dones es Jesús (Lc 3,21).
Es un hecho que sólo desde el corazón de Cristo se puede intuir la profundidad del corazón de Dios; sólo a través de Cristo podemos llegar a los pies de ese trono de gracia del que procede, «todo buen regalo y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación.» (St 1, 17). En este aspecto, tenemos la oportunidad de captar otra nota de la alegría de Dios que perdona: no es sólo una alegría salvadora, sino también gratificante. Esto quiere decir que el don de la salvación de Dios se nos comunica a través de una historia interminable de dones, de gracias, que por una parte liberan el campo humano de todo lo que es mal, pecado e idolatría, y por otra, lo hacen abierto y deseoso de comunión con el dador. Percibir este estilo divino, tomar conciencia de que Dios actúa de este modo es ya una ocasión y una fuente de alegría también para nosotros, «Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiarnos en tu infinita misericordia,» (de la Plegaria Eucarística I).
Asimismo, nos dice el salmo: «Su amor por nosotros es fuerte» (Sal 117, 2). Esta expresión tan hermosa de la oración judía nos lleva también al descubrimiento gozoso del amor misericordioso e incontenible del Padre. El poder de Dios es creativo y, la redención misma, como bien sabemos, es una nueva creación. Así es como se manifiesta y se nos comunica la alegría divina del perdón: a través de un gesto creativo. Nos permite extraer la omnipotencia misericordiosa de Dios de las fuentes del acto divino: «Oh Dios —leemos en una oración de la liturgia latina— que manifiesta tu omnipotencia sobre todo en el complacimiento y el perdón (parcendo maxime et miserando)». Cuando Dios perdona, recrea, según la naturaleza de cada uno de sus actos divinos y según el estilo que manifiesta en el curso de la historia de la salvación: en efecto, incluso cuando libera a Israel de Egipto, Dios crea para sí un pueblo nuevo (cf. Is 43,1).
Incluso cuando consuma su plan de salvación, Dios creará nuevos cielos y una nueva tierra (cf. Is 65,17; Ap 21, 1-5). Ahora sabemos que el acto creador suscita en Dios mismo una reacción de alegría, como lo podemos ver en la especie de estribillo del primer relato de la creación (cf. Gn 1, 4.10.12.18.21.25.31), que afirma: «Y vio Dios que la luz era hermosa… y vio Dios que todo lo que había hecho era realmente muy hermoso«. El mejor comentario sobre este estribillo se encuentra, quizás, en el libro de los Proverbios que afirma: «Cuando estableció los cielos, allí estaba yo; cuando trazó un círculo sobre la superficie del abismo, Cuando arriba afirmó los cielos, Cuando las fuentes del abismo se afianzaron, cuando al mar puso sus límites Para que las aguas no transgredieran Su mandato, Cuando señaló los cimientos de la tierra. Yo estaba entonces junto a Él, como arquitecto; yo era Su delicia de día en día, regocijándome en todo tiempo en Su presencia, regocijándome en el mundo, en Su tierra, y teniendo mis delicias con los hijos de los hombres» (Prov 8,27-31).
A causa de esta precisa nota creadora, el acto con el que Dios perdona a la criatura pecadora suscita en Dios mismo una alegría incontenible. Tenemos un testimonio claro de esto en el capítulo 15 de Lucas que enfatiza: «Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse… De igual manera, yo se lo digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte…. Pero había que hacer fiesta y alegrarse, puesto que tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15, 7, 10, 32). Como el sol que irrumpe tras una larga tormenta, así es la alegría de Dios cuando perdona. Dios no se deleita en castigar, sino en restaurar pues cada vez que un pecador se arrepiente, el cielo entero estalla en fiesta, y Su gozo es inmenso porque el amor ha triunfado. No hay pecado tan grande que Su gracia no pueda limpiar, ni distancia tan larga que Su amor no pueda acortar. Así es la alegría del Señor: infinita, desbordante y eterna. Cuando perdona, no solo restaura, sino que nos invita a compartir Su felicidad, recordándonos que en Su amor siempre hay un nuevo comienzo.
Domingo 23 de febrero de 2025.