P. Jaime Emilio González Magaña, S. I

Casi sin pretenderlo siquiera, en estos días que recuerdo el aniversario de la muerte-resurrección de mis seres queridos, he leído una de las innumerables historias que circulan por la internet y, la verdad sea dicha, me ha dejado una gran enseñanza y, con ella, paz y esperanza. Desafortunadamente, no conozco quién el autor que logra trasmitir la importancia de comprender las emociones y los sentimientos de los demás y el apoyo que todos necesitamos, especialmente cuando el viento nos es contrario y, especialmente, en tiempos de dolor y tristeza. Cuenta el autor que «una serpiente mordió a la gallina, y ésta, con el veneno ardiendo en su cuerpo, buscó refugio en su gallinero. Pero las demás gallinas prefirieron expulsarla para que el veneno no se propagara. La gallina salió cojeando, llorando de dolor. No por la mordida, sino por el abandono y el desprecio de su propia familia en el momento en que más los necesitaba. Así se fue… ardiendo de fiebre, arrastrando una de sus patas, vulnerable a las noches frías.
Con cada paso, una lágrima caía. Las gallinas en el gallinero la vieron alejarse, observando cómo desaparecía en el horizonte. Algunas decían entre sí: — Que se vaya… Morirá lejos de nosotras. Y cuando la gallina finalmente se desvaneció en la inmensidad del horizonte, todas estaban seguras de que había fallecido. Algunas incluso miraban al cielo, esperando ver buitres volando. Pasó el tiempo. Mucho después, un colibrí llegó al gallinero y anunció: — ¡Su hermana está viva! Vive en una cueva muy lejos de aquí. Se recuperó, pero perdió una pata por la mordida de la serpiente. Le cuesta encontrar comida y necesita su ayuda. Hubo un silencio. Luego comenzaron las excusas: — No puedo ir, estoy poniendo huevos… — No puedo ir, estoy buscando maíz… — No puedo ir, tengo que cuidar a mis pollitos… Así, una por una, todas rechazaron la petición. El colibrí regresó a la cueva sin ayuda.
Pasó el tiempo nuevamente. Mucho después, el colibrí volvió, pero esta vez con una noticia dolorosa: — Su hermana ha fallecido… Murió sola en la cueva… No hay quien la entierre ni quien la llore. En ese instante, un peso cayó sobre todas. Un profundo lamento llenó el gallinero. Quienes ponían huevos, pararon. Quienes buscaban maíz, dejaron las semillas. Quienes cuidaban polluelos, los olvidaron por un momento. El arrepentimiento dolía más que cualquier veneno. ¿Por qué no fuimos antes?, se preguntaban. Y sin medir la distancia ni el esfuerzo, todas partieron hacia la cueva, llorando y lamentándose. Ahora sí tenían un motivo para verla, pero ya era tarde. Al llegar a la cueva, no encontraron a la gallina… Solo hallaron una carta que decía: «En la vida, muchas veces las personas no cruzan la calle para ayudarte cuando estás vivo, pero cruzan el mundo para enterrarte cuando mueres. Y la mayoría de las lágrimas en los funerales no son de dolor, sino de remordimiento y arrepentimiento».
Sí, ésta es una terrible y dolorosa verdad que, muchas veces, damos por descontada pero no aprendemos hasta que nuestras “gallinas” están muertas. ¿Por qué esperamos hasta el último adiós para expresar lo que sentimos? ¿Por qué las palabras más hermosas y los recuerdos más valiosos se pronuncian cuando quien debería escucharlos ya no está? Nos hemos acostumbrado a despedir con flores, con lágrimas, con homenajes llenos de palabras dulces… pero olvidamos que el amor no se demuestra en una despedida, sino en la presencia diaria, en el gesto silencioso, en la compañía constante. Nos pasamos la vida corriendo, ocupados en mil asuntos, dejando para después lo esencial. Creemos que siempre habrá tiempo, que la próxima semana será más tranquila, que el año que viene visitaremos a ese abuelo que nos espera con la mirada puesta en la puerta; que habrá otra Navidad para abrazar a nuestros padres, otro verano para visitar a los tíos o a los amigos que nos vieron crecer.
Pero la vida no es una promesa eterna, y el tiempo que desperdiciamos no se recupera, por tanto, no esperes al funeral para reconocer lo que significaba esa persona en tu vida. No esperes a que un ataúd sea el testigo mudo de amor y de amistad. Cuando llegue ese día, las flores serán hermosas, pero no aliviarán la ausencia. El discurso será conmovedor, pero no llegará a los oídos que más lo necesitaban. El abrazo de los demás será un consuelo, pero no sustituirá el abrazo que tú mismo negaste en vida. Si amas a alguien, díselo hoy. Si extrañas a un amigo, búscalo ahora. Si tienes un familiar que necesita ayuda, no esperes a que lo consuma la soledad. Acompaña a quienes te rodean mientras están vivos, porque cuando partan, solo quedarán los recuerdos y la certeza de que hiciste lo que debías. No permitas que el arrepentimiento sea la sombra de tus días. La verdadera despedida no está en el funeral, sino en cada día en que elegimos ignorar, en cada oportunidad que dejamos pasar para amar, en cada ocasión en que decidimos posponer el encuentro, la llamada, el abrazo. Ve hoy, busca hoy, ayuda hoy, para que cuando la muerte llegue, no queden palabras sin decir ni abrazos sin dar. Que no sea el remordimiento quien te haga recordar lo que pudiste haber hecho y no hiciste. La vida es efímera, pero el amor que damos en vida es lo único que trasciende.
Domingo 30 de marzo de 2025.