P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

La alegría del perdón es como la luz: si la miras directamente del sol, entonces comprendes su poder inmenso, adviertes su intensidad y la disfrutas profundamente. De lo contrario, tenemos que conformarnos con fuentes de luz temporales, mortecinas y artificiales, que, en cualquier caso, solo pueden iluminar desde el exterior, pero nunca logran arrojar luz verdadera hacia el interior, en lo íntimo y más profundo del hombre. Pues bien, este sol, capaz de liberar tanta luz como sea suficiente para iluminar el corazón del hombre, es Cristo y el campo en el que logra difundir esta luz, hasta el punto de disipar todas las tinieblas, es, precisamente nuestro corazón. Ahí es donde tenemos que centrarnos. De ahí hay que empezar siempre de nuevo, incluso y, sobre todo, cuando el peso del pecado y el aburrimiento de la costumbre y la dejadez parecen extinguir cualquier posibilidad humana de resurrección y agigantan el fardo pesado de la desesperanza.
Una vez que hemos llegado a conocer el corazón de Dios con las enseñanzas y el testimonio de Cristo quien se encarnó entre nosotros para abrir un nuevo camino hacia el Padre, tenemos la esperanza fundada, de entender cómo piensa Dios en materia de pecado y de perdón. Comprendemos, también, que podemos permanecer en su amor reconciliador y recreativo y, por ello, es posible adquirir un conocimiento más preciso del corazón humano. Entramos en el ámbito del misterio, pero no de tal modo que permanezca para siempre indescifrable ante la luz del Evangelio de Cristo y ante la gracia de la Pascua de Resurrección. Cuando experimentamos la gracia, la alegría del perdón, asumimos la experiencia en tres momentos complementarios entre sí. En la primera vivimos “una experiencia interior”, para comprender la revelación del perdón; en la segunda, captamos “una necesidad vital de evangelizar el perdón”. La tercera nos conduce a “una encarnación obediente”, para proclamar, con la propia vida, cuánta alegría hay en el perdón suplicado y aceptado.
En la primera fase, la de la experiencia interior, entramos en lo más profundo de nosotros mismos, donde debe resonar sobre todo el “Evangelio de la reconciliación”, que es el único que puede darnos y asegurarnos la experiencia de la verdadera alegría. Este entrar en sí mismo, este encontrarse “a solas con el Solo” es una condición previa e indispensable para saborear plenamente la alegría del perdón. Para ilustrar este punto de nuestro itinerario podríamos referirnos a la experiencia de muchos santos, pero aludiremos solamente a dos: David y Pablo. En la experiencia del Rey David, tan pronto como la Palabra de Dios llegó a sus oídos, a través de la mediación del profeta Natán, se sintió profundamente herido en el corazón y eso lo llevó a confesar su situación: «He pecado contra el Señor» (cf. 2 Sam 12, 13). Sintió como una luz repentina que lo golpeaba como una verdadera revelación.
Fue tan fuerte y decisivo lo que experimentó que, golpeado y vencido por la misericordia divina, no solamente confiesa su pecado sino que declara: «Soy culpable y lo sé, mi pecado está siempre delante de mí» (Sal 51,5), y reconoce que siempre ha sido pecador: «Desde que nací soy culpable, mi madre me concibió pecador» (Sal 51,7) y, sobre todo, intuye el deseo de Dios que se revela en el tiempo oportuno y manifiesta su deseo incontenible de hacer comunión con cada uno de nosotros y compartir su alegría. David lo reconoce y, por lo tanto, lo declara con esperanza cierta: «Pero tú quieres encontrar la verdad dentro de mí, en lo más profundo de mi corazón enséñame tu sabiduría» (Sal 51:8). De acuerdo con esto, nos percatamos de que no basta mirar en nuestro alrededor para reconocer nuestros pecados, ni solo mirar dentro de nosotros mismo para reconocernos pecadores. Estamos llamados a reconocer que no sólo cometemos pecados, sino que somos pecado.
Es menester dirigir nuestra mirada hacia fuera, a nuestros ambientes familiares, sociales, de amistad, de trabajo, para darnos cuenta de lo que hemos hecho y comprender que Dios quiere perdonarnos. El Señor desea encontrar la verdad dentro de nosotros, por eso, en lo más profundo del corazón, nos enseña Su sabiduría, siembra la paz, genera la alegría, el verdadero gozo del perdón. Por esta razón, David, para estar en sintonía con el deseo de Dios, continúa orando de esta manera: «Límpiame de mi pecado y seré puro, lávame y seré más blanco que la nieve. Déjame redescubrir la alegría de la fiesta, que se alegre este hombre al que has aplastado… Crea en mí, oh Dios, un corazón puro… Devuélveme el gozo de los que se salvan…» (Sal 51:9-14). en Este salmo es la expresión de que estamos ante el inescrutable misterio de dos deseos que se cruzan: el deseo de Dios («tú quieres») y el deseo de la criatura («purifícame, lávame, crea en mí…»). El fruto de este doble deseo es el gozo de ambos, Dios y del hombre, en el que se satisface el deseo y llega a su plenitud.
Domingo 16 de marzo de 2025.