P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Como decíamos la semana pasada, si no confesamos nuestros pecados «Su palabra no está en nosotros» y hemos intentamos dejar en claro que se trata de la misma Palabra de Dios, de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, de la Palabra-misterio de salvación y fuente de bienaventuranza para todos los que la escuchan, la acogen, la asimilan, la viven y la profesan con su vida. De este Verbo-misterio, la Palabra escrita de Dios y la Palabra proclamada en la Iglesia son signo verdadero y eficaz. Sin embargo, es necesario enfatizar, también, que no es sólo “la verdad de Dios” la que nos permite descubrir un aspecto de la alegría del perdón, sino que también es “la verdad de Cristo” la que nos lleva por el mismo camino y nos hace afortunados descubridores de este inmenso e inagotable tesoro de luz y de gracia, del que emerge más clara que nunca la verdad del hombre. En primer lugar, debemos confesar a Jesús como el inocente que nos libera del pecado como lo afirma San Juan, en su primera carta al enfatizar: «Bien saben que Jesús vino para quitar nuestros pecados, y que en Él no hay pecado» (1 Jn 3, 5).

Todo el testimonio evangélico confirma la afirmación de que uno de los aspectos de la obra redentora de Cristo consiste precisamente en el perdón de los pecados (cf. Mc 2, 3ss; Mt 9,6ss; Lc 5, 17ss) y éste es, precisamente, el aspecto liberador del misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús. No es en absoluto reduccionista decir que la verdad de Jesús, lo que vino a hacer, lo que sigue haciendo por nosotros y lo que es para cada criatura que se abre al don de la salvación, consiste esencialmente en esta obra de liberación del pecado. Asimismo, no es en absoluto exagerado que la verdad del hombre, la esencia del hombre histórico consiste en esta apertura fundamental y radical al don de Dios en Cristo. Es sustancialmente una apertura a la experiencia de la filiación divina, una fuente de alegría para nosotros, pero antes de eso, se trata del sacramento de la alegría paterna de Dios. Así pasamos a la intuición-experiencia de que, al perdonar, Jesús nos hace hijos de Dios, en una relación fraterna recuperada y más íntima consigo mismo.
Es también Juan quien escribe: «Todo el que permanece en Él, no peca. Todo el que peca, ni Lo ha visto ni Lo ha conocido. Hijos míos, que nadie los engañe. El que practica la justicia es justo, así como Él es justo. El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo ha pecado desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó con este propósito: para destruir las obras del diablo. Ninguno que es nacido (engendrado) de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él. No puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquél que no practica la justicia, no es de Dios; tampoco aquél que no ama a su hermano» (1 Jn 3, 6- 10). Así pues, estos pasajes son claros y vinculantes ya que, como hemos visto anteriormente, de la confesión del pecado se pasa a la aceptación del perdón y en esto tenemos la experiencia de ser hijos de Dios. En consecuencia, la experiencia de tener como Dios a un Padre que se conmueve de alegría en el perdón, nos invita a reconocer que Jesús, el inocente, vino a liberarnos del pecado, pasamos al verdadero conocimiento de Él (este es el significado fuerte, típicamente joánico, de los verbos «ver» y «comprender»), a la vida de unión con él (se diría también una vida de conversión, de discipulado), a la vida de «hijos en el Hijo”, que es la participación en la vida misma de Dios (cf. v.9).
La vida del hombre redimido, a través de la vida del Hijo de Dios, es una participación en la vida misma de Dios. Ahora bien, ¿qué es más bello, más feliz, más gozoso que la vida de la gracia, que —también según san Juan— es, al mismo tiempo, una vida sin pecado y una vida de impecabilidad (cf. v. 9)? Pues bien, esta vida de los redimidos, que está literalmente inundada de alegría, es sólo un signo, un verdadero sacramento de la alegría que caracteriza la vida de Dios. Esta buena noticia vive y revive en el mundo a través de la predicación de la Iglesia, que no quiere ser otra cosa que mensajera y servidora de la misericordia salvífica de Dios. A este respecto, el N° 7 de «Dives in misericordia» afirma: «El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. A este punto tendremos que acercarnos más aún al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis. En efecto, si la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener tan gran Redentor, al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e “histórico”, desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el “principio” elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria».
Domingo 9 de marzo de 2025