Tu amor, oh Dios, es nuestro pan en el desierto

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

En términos del Nuevo Testamento, la experiencia interior de sentirnos perdonados por Dios también se llama «apocalipsis», es decir, revelación. Es aquí, en el interior del hombre, donde tiene lugar la primera e inolvidable revelación, suscitada por el Evangelio de la reconciliación. De ello, da testimonio San Pablo, quien, narrando su conversión, la presenta precisamente en términos de revelación, con estas palabras: «Ustedes han oído hablar de mi actuación anterior, cuando pertenecía a la comunidad judía, y saben con qué furor perseguía a la Iglesia de Dios y trataba de arrasarla. Estaba más apegado a la religión judía que muchos compatriotas de mi edad y defendía con mayor fanatismo las tradiciones de mis padres. Pero un día, a Aquél que me había escogido desde el seno de mi madre, por pura bondad le agradó llamarme y revelar en mí a su Hijo, para que lo proclamara entre los pueblos paganos» (Gal 1, 13-16). En esta primera revelación, San Pablo intuye que en él se cumple el designio de ese Dios que es bueno y como tal sólo desea perdonar (Cf. Os 11, 9).

Escribiendo a su discípulo Timoteo, San Pablo se expresa de la siguiente forma: «Doy gracias al que me da la fuerza, a Cristo Jesús, nuestro Señor, por la confianza que tuvo al hacer de mí su enviado. Porque yo fui en un comienzo un opositor, un perseguidor y un violento. Pero él me perdonó porque obraba de buena fe cuando me negaba a creer y la gracia de nuestro Señor vino sobre mí muy abundante junto con la fe y el amor cristiano. Esto es muy cierto, y todos lo pueden creer, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales soy yo el primero. Por esa razón fui perdonado, para que en mí se manifestara en primer lugar toda la generosidad de Cristo Jesús, y fuera así un ejemplo para todos los que han de creer en él y llegar a la vida eterna» (1 Tim 1,12-16). Esta experiencia única también se puede expresar como una «alegría plena, dulzura infinita» (Salmo 16, 11).

La liturgia nos ayuda a comprender cuando afirma: «Tu amor, oh Dios, es nuestro pan en el desierto» (miércoles de la XVI Semana per annum). En cuanto a la experiencia interior, San Ambrosio manifiesta: «No crean sólo en los ojos del cuerpo. Vemos mejor lo que es invisible, porque lo que vemos con los ojos del cuerpo es temporal, mientras que lo que no vemos es eterno. Y lo eterno se percibe mejor con el espíritu y con la inteligencia que con los ojos» (Tratado «De los misterios«, n.15; SC 25 bis, 163 y ss.). Ahora podemos afirmar que es siempre y sólo este entrelazamiento divino de misericordia y bondad lo que hace posible la conversión humana. San Pablo es consciente de ello y lo reconoce ante Dios y ante sus hermanos. Su fe lo libera y lo compromete al mismo tiempo, y así, el aceptado, el perdonado, el liberado, se convierte en un evangelio de la misericordia divina. Y decimos “evangelio” ya que por su naturaleza quiere ser evangelizado y por esa razón tiende a difundir y expandir un mensaje de salvación.

Este es también el caso del «Evangelio de la misericordia» pues no puede ni debe ser privatizado.  David ya había intuido que el don recibido exige ser compartido y exclama: «Dame tu salvación que regocija, y que un espíritu noble me dé fuerza. Mostraré tu camino a los que pecan, a ti se volverán los descarriados» (Sal 51,14ss). Los pasajes son claros y sintomáticos: de la alegría del perdón al abandono confiado de la ayuda divina, a la propaganda del don recibido, a la comunicación de la experiencia realizada, para que ésta pueda ejercer, por así decirlo, su fuerza epidémica. En esa misma línea, San Pablo, en la Carta a los Filipenses, después de describir su conversión en términos conmovedores y de señalar las profundas transformaciones que se produjeron en su vida, nos confiesa: «Pero al tener a Cristo consideré todas mis ventajas como cosas negativas. Más aún, todo lo considero al presente como peso muerto en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de Él ya nada tiene valor para mí y todo lo considero como pelusas mientras trato de ganar a Cristo. Y quiero encontrarme en él, no teniendo ya esa rectitud que pretende la Ley, sino aquella que es fruto de la fe de Cristo, quiero decir, la reordenación que Dios realiza a raíz de la fe. Quiero conocerlo, quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en su muerte, alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos. No creo haber conseguido ya la meta ni me considero un ‘perfecto’, sino que prosigo mi carrera hasta conquistarlo, puesto que ya he sido conquistado por Cristo» (Fil 3, 7-12).

La alegría, fue total y personal, al vivir este «momento» singular de su vida terrena y, por lo mismo, no puede dejar de comunicar la riqueza y la belleza de la experiencia: «No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante; y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús. Todos nosotros, si somos de los ‘perfectos’, tenemos que pensar así; y si no ven todavía las cosas en esta forma, Dios los iluminará. Mientras tanto, sepamos conservar lo que hemos conquistado. Sean imitadores míos, hermanos, y fíjense en los que siguen nuestro ejemplo. Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando) … Nosotros tenemos nuestra patria en el cielo, y de allí esperamos al Salvador que tanto anhelamos, Cristo Jesús, el Señor (Fil 3, 13-17, 20)».

Domingo 23 de marzo de 2025.

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