Para cuando estas letras sean publicadas, muy probablemente conoceremos ya el sucesor del Apóstol Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. Mi fe me hace confiar y estar plenamente persuadido que los Cardenales habrán elegido un digno Romano Pontífice después de la muerte del Papa Francisco. Por esta razón, creo que nunca está de más reforzar algunos elementos de nuestra fe hacia la Iglesia, nuestra Madre. Me parece que, para esto, San Ignacio de Loyola nos puede ayudar a recordar que, independientemente de la persona del Santo Padre, lo que nos debe sostener es una visión profunda de la Iglesia como un misterio. Ella es más que una institución sociológica, un grupo de presión y mucho más que un grupo que se organiza y que cumple diversos ministerios o funciones. Es el lugar predilecto de la efusión del Espíritu Santo para el servicio de la humanidad. No es un fin en sí misma, es, sencillamente, un medio relativo puesto que sólo Dios es absoluto, pero está esencialmente ligada a la construcción de Su Reino.
No es sorprendente que San Ignacio de Loyola haya querido extremar de un modo paradójico su amor y respeto a la Iglesia al redactar las “Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia debemos tener”. Se trata de dieciocho pequeños consejos para amar más a la Iglesia ya que, si nos falta el amor, estaremos más atentos a subrayar sus defectos y no reconocer sus virtudes. Por ejemplo, cuando nos dice que “debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina…” (Ejercicios Espirituales Nº 365). Observemos que San Ignacio dice: lo que yo veo blanco y no lo que es blanco, por lo tanto, se trata de poner en duda mis percepciones y no la realidad. El texto de las reglas está influenciado por las costumbres y por conflictos de una época, como la nuestra, marcada de conflictos y tensiones por lo que, sin duda, nos ayudarán a seguir profundizando lo que significa amar a la Iglesia en una sociedad en crisis.
San Ignacio nos invita a desarrollar una actitud de fondo que no es otra que el respeto ante el misterio. La Iglesia no es primariamente una institución jurídica, tampoco es un grupo, un sindicato, una organización no gubernamental o una democracia. Es, ante todo, un misterio y, como tal, la actitud ante ella debe ser fundamentalmente de fe. Si la amamos, no es porque sea razonable ni porque sea eficaz, ni porque sirva para nuestros intereses; sino porque, en el fondo, es un misterio querido por el Señor. Para entenderlo “… debemos tener ánimo aparejado y pronto para obedecer en todo a la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor, que es la Santa Madre Iglesia Jerárquica” (EE Nº 353). Al menos dos veces en las reglas se habla de la Iglesia como la “esposa de Cristo nuestro Señor” (Regla 1 y regla 12). Estamos llamados a pensar no sólo en el amor de Cristo por su esposa, sino también en la unión que Él tiene con ella. La Iglesia es el gran amor de Jesucristo, por ella ha dado su vida y al destino de ella Él ha quedado definitivamente ligado.
Por otra parte, la Iglesia no sólo es la esposa de Jesucristo, sino que es mi madre, es el lugar donde yo he sido engendrado a la fe. He recibido la fe en la Iglesia y de la Iglesia y el anuncio de Jesucristo ha sido y es recibido gracias a la Iglesia. El Evangelio mismo fue escrito por la Iglesia. La primera comunidad, acechada por múltiples problemas, hizo memoria, interpretó y adaptó las palabras de Jesús que en ella se habían conservado. La palabra de Jesús se hizo vida y comunidad; y fue guardada como un tesoro. Toda la tradición de la Iglesia ha hecho posible que hoy creamos; por eso, la Iglesia es Santa y es Madre. Nos ha alimentado, nos ha hecho crecer, nos ha conservado en la fe. Está de más decir que a la connotación de fecundidad en la palabra “madre” se añade una obvia nota afectiva, que marca un tipo de relación. La madre no sólo es fuente de fecundidad; es también fuente de amor. La tercera característica o motivo profundo por el cual la Iglesia no es sólo una institución o una comunidad o un grupo de hombres, lo expresa Ignacio en la regla 12: “Creyendo que entre Cristo nuestro Señor, como esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna” … (EE Nº 365). El Espíritu de Jesús es el mismo Espíritu de la Iglesia. Él la anima, la hace vivir, la hace renovarse, hace que tenga vitalidad. El Espíritu de Jesús permite que haya continuidad real entre Jesús y la Iglesia o, dicho de otro modo, que la Iglesia sea el cuerpo de Jesús y es Él, sólo Él, quien determina quien ha de ser el Vicario de Cristo en la tierra.
Domingo 11 de mayo de 2025.