En estos días, la Iglesia vive momentos de gran tristeza y orfandad, en medio de un insondable agradecimiento. El corazón del cristianismo late con un ritmo más lento y profundo. Acompañamos a nuestro Papa, el Obispo de Roma, Francisco, hasta el umbral de la eternidad, junto a su amada Madre María, Salus Popolis Romani (salvación del pueblo romano). Un hombre sencillo y humilde siervo en la viña del Señor, un pastor según el corazón de Dios. Y hoy su voz, que durante años ha hablado al mundo con fuerza evangélica, se ha convertido en silencio, pero no se ha extinguido. De hecho, en el corazón de la Iglesia, sigue viva su palabra más profunda, su «palabra con su vida»: la misericordia. Es el hilo de oro que ha unido cada una de sus homilías, cada viaje, cada uno de sus gestos, cada una de sus lágrimas. ¿Cómo queremos recordarlo?, siendo cristianos con la convicción de que «La misericordia es la mirada de Dios sobre el hombre». Él hizo de esta frase no solo un lema, sino una misión. No es una definición teológica, es una experiencia. Es la mirada que él mismo experimentó en su vida desde el día en que, de joven, entró en una iglesia para confesarse y sintió que Dios no lo juzgaba, sino que lo abrazaba.
Desde entonces, quiso transmitir esta mirada a todo el mundo. A los lejanos, a los pecadores, a los descartados, a quienes son juzgados porque no piensan y actúan como nosotros. A los jóvenes, a los pobres, los migrantes y refugiados… Nadie debe ser excluido porque siempre creyó que «Donde hay misericordia, allí está el Espíritu del Señor. Donde hay rigidez, hay algo que no funciona». El Papa Francisco combatió la dureza de corazón con la ternura de Dios. Prefería el lenguaje de los brazos abiertos al de los muros. No cesó jamás de decirnos: «Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón». Era un pastor con el olor del rebaño, de sus queridas ovejas -de todas- y por afirmarlo así, con contundencia, fue también odiado por algunos que, tristemente, se sienten puros e inmaculados y para quienes esta verdad, los hacía quedar en ridículo al constatar su doble moral y su insistencia en aparecer puros y virginales, sin darse cuenta que su olor es bien distinto al olor de la verdad, la libertad y la justicia.
Porque Francisco encarnó el Evangelio con gestos concretos: el beso en los pies de los presos, el abrazo de los niños discapacitados, las lágrimas compartidas con los que sufren y los enfermos. Rechazó los palacios y eligió vivir -y morir-, entre el pueblo. No quería un trono, sino un confesionario; no aceptó riquezas sino buscó ser pobre; no defendió los muros sino una proximidad y el contacto. Decidió ser sepultado en la tierra sin más identificación que su solo nombre, sin más adorno que una copia de su cruz de obispo. Esto también sigue siendo problemas para muchos personajes de la Iglesia que no le han perdonado que les haya quitado la posibilidad de hacer carrera y obtener títulos y prebendas. Nos enseñó que la autoridad en la Iglesia es servicio, no poder; que el Evangelio no es un código que hay que aplicar, sino una persona que hay que encontrar: Jesucristo, el verdadero rostro de la misericordia del Padre. Dirigió la Iglesia como un padre y un hermano, con dulzura y firmeza. Nos sacudió cuando fue necesario. Nos consoló cuando sufrimos las consecuencias por ser fieles a la verdad. Se enfrentó a dificultades, malentendidos, incluso hostilidad… pero sin dejar nunca de sonreír. Su sonrisa, frágil y fuerte, era una catequesis viva sobre la esperanza.
Hoy, cuando la Iglesia está en oración para pedir la luz del Espíritu Santo y conocer quién será su sucesor, para no caer en las trampas de la política mundana y hacer cábalas sobre supuestos “papables”, debemos preguntarnos ¿cuál es su legado? Yo diría, simplemente, una invitación continua a vivir el Evangelio de la Misericordia. ¿Qué hacemos con su herencia espiritual? No podemos simplemente llorarlo y lamer nuestras propias heridas al sentir la orfandad y el dolor de su ausencia. El dolor es humano, pero sabemos que el discípulo cree y trasciende la frialdad de la tumba. Debemos llevar adelante el Evangelio que él vivió con radicalidad y libertad interior. Si queremos honrar su memoria, debemos pedir la gracia de ser la mirada misericordiosa de Dios en el mundo. Mirar al prójimo como él nos enseñó: con compasión, con paciencia, con amor. El Papa Francisco también nos deja la esperanza y nos recuerda que «Dios es más grande que nuestros corazones». Hemos confiado su alma a ese Dios a quien amó sobre todas las cosas. Yo no tengo ninguna duda de que el Señor acogió a mi hermano jesuita como al siervo bueno y fiel que fue hasta el último suspiro. Pero también lo confiamos para nosotros mismos, porque es en estos momentos cuando se renueva nuestra fe en la vida eterna. Como dice San Pablo: «Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor». El Papa Francisco vivió para el Señor. Y ahora, que ha entrado en la plenitud de su mirada, nos regala su sonrisa que ratifica que la misericordia no es solo una palabra, es un camino. El Papa Francisco se ha ido con Dios antes que nosotros. Ahora nos toca a nosotros seguir sus pasos, no como nostálgicos, sino como discípulos que creen en la esperanza. Y mientras las campanas del mundo siguen sonando para despedirlo, las escuchamos no sólo con nuestros oídos, sino con nuestros corazones. Porque cada campanada nos dice: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». Éste es el testamento espiritual que nos deja. Vamos a atesorarlo. Que María, Madre de Misericordia, acompañe eternamente a nuestro querido Papa Francisco y que su alma descanse en la paz del Señor, a quien tanto amó y sirvió.
Domingo 4 de mayo de 2025.