Ayer fueron Paulo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto, Francisco y hoy es León. Todos diversos, ninguno copia de otro; todos siguiendo los pasos del pescador Pedro en su fidelidad a Cristo, el Buen Pastor y único Señor. Todos guiados por el Espíritu de Jesús, el mismo Espíritu de la Iglesia quien la anima, la hace vivir, la hace renovarse, hace que tenga vitalidad y que, a su escucha, pueda responder a los signos de los tiempos. Es el Espíritu Santo, Dios mismo, quien permite que haya continuidad real entre Jesús y la Iglesia o, dicho de otro modo, que la Iglesia sea el cuerpo de Jesús. Esta visión creyente ante la Iglesia se enfrenta a otras visiones que, aunque legítimas, si se hace exclusivas terminan devaluando el verdadero misterio. La Iglesia es la Esposa de Cristo, es mi madre y no la puedo entender si no es desde el misterio con una actitud de fe profunda. Hoy es frecuente interpretar la Iglesia con una reflexión de corte sociológico, pero ésta es una perspectiva parcial que no sólo es posible sino muchas veces necesaria, pero que no debe obnubilar jamás su esencia.
Es necesario, sin embargo, insistir que se trata de una adaptación actual, más secularizada, de aquellas corrientes teológicas que entendían a la Iglesia como “sociedad perfecta”. Sería parcial y peligroso presentarla, ante todo, como una organización dotada de influencia social y que, a su vez, es influida y determinada por la sociedad moderna. Es un hecho que posee una fuerza susceptible de apoyar o frenar los cambios de la sociedad, pero es infinitamente más que todo esto. Algunas corrientes teológicas contraponen Iglesia y Reino e insisten en la importancia del Reino que no puede identificarse con la Iglesia y que es el verdadero objeto de la predicación de Jesús. En esto tienen razón, sólo que no profundizan el lazo misterioso y sacramental entre la Iglesia y ese reino que es de Dios y no nuestro y, por lo tanto, no se identifica con los criterios de este mundo de modo que la podamos degradar con definiciones y opciones que la limitan y la deforman.
Es germen, es sacramento y, en el plan de Dios, no es una alternativa del fracaso. Jesús formó hombres débiles y limitados y se hizo ayudar por ellos para hacer posible el anuncio de la Palabra y la vecindad del Reino. Visto con los ojos de aquellos hombres asustados ante la terrible muerte del Maestro, pudiera parecer evidente que Jesús, al morir en cruz, fracasó rotundamente y no entendieron nada. Vinieron a comprender el misterio gracias a la acción del Espíritu Santo que les fue derramado en la Iglesia. En esas circunstancias, comprendieron la mente de Jesús y su vida temerosa y pusilánime, se transformó en su misión de testigos creíbles de la buena noticia de que Cristo está vivo. De acuerdo con San Pablo, la Iglesia está ligada al misterioso plan de Dios de hacernos colaboradores suyos hasta la segunda venida de su Hijo. De este modo, la visión de la Iglesia como semilla profética está profundamente entroncada en la visión bíblica del “pueblo mesiánico de Dios”.
La Iglesia adquiere así una inmensa importancia ya que no es sólo el resultado de un fracaso, sino semilla imprescindible para los planes de Dios quien la soñó, la quiso y la ama como el verdadero instrumento de salvación. La Iglesia es la que escuchó la palabra de Dios y la transmitió a nosotros y reconoce que debe convertirse siempre a su Señor, con una actitud continua de discernimiento y en plena obediencia al Vicario de Cristo para ser siempre fiel a sus designios. Asimismo, es preciso que no olvidemos que creemos en Iglesia. Y ésta es otra consideración importante que se desprende del texto de las reglas para sentir con la Iglesia de San Ignacio de Loyola. La fe cristiana es esencialmente eclesial y, como cristiano, estoy llamado a ponerme delante de Dios, a abandonarme en sus manos y ordenar mi vida según su voluntad; a convertirme y a progresar en el amor a imitación y servicio de Jesús. San Ignacio me recuerda que la fe no puede vivirse a solas, o se vive en la Iglesia o no es cristiana.
La fe no es individualista, es personal, sí, pero es esencialmente eclesial. Se recibe en la Iglesia, se transmite y vive en la Iglesia y no puede vivirse aisladamente. Es verdad que el Papa, como sucesor de Pedro, es una figura central en la Iglesia Católica y tiene una misión de unidad y guía doctrinal, pero la esencia de la fe no está atada a su personalidad o estilo de liderazgo, sino a la persona de Jesucristo, que es el verdadero fundamento de la Iglesia (cf. Efesios 2,20). La fe cristiana es comunitaria y eclesial, y se vive plenamente dentro de la Iglesia, sin depender del carisma o perfil de quien ocupa en un momento dado el papado. El centro de la vida cristiana es Cristo, y la Iglesia es su instrumento para hacernos llegar la gracia. Por eso, cada cristiano está llamado a vivir su fe con madurez, en comunión, y con la certeza de que es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia, más allá de sus pastores temporales.
Domingo 25 de mayo de 2025.