Aunque el uso del cuexcomate ha disminuido notablemente con la llegada de nuevos métodos de almacenamiento y la expansión de la agricultura industrial, aún pueden encontrarse en comunidades rurales de estados como Puebla, Tlaxcala, Oaxaca y Guerrero.
Sonya Santos

Por siglos, mucho antes de que existieran silos metálicos, bodegas industriales o técnicas modernas de conservación de granos, los pueblos originarios de Mesoamérica desarrollaron sistemas ingeniosos y profundamente adaptados a su entorno para proteger uno de sus bienes más preciados: el maíz. Entre estas soluciones destaca el cuexcomate, palabra de origen náhuatl (cuexcomatl) que significa “depósito” o “lugar donde se guarda el grano”.
Este singular granero, además de funcionar como contenedor, también era como símbolo de previsión, respeto por el ciclo agrícola y conexión espiritual con la tierra. Su uso, extendido en diversas regiones del centro y sur de México, representa un ejemplo de cómo el conocimiento indígena ha sabido dialogar con la naturaleza para garantizar la supervivencia.
Los cuexcomates eran construidos con materiales disponibles en la región: barro, adobe, piedra, carrizo o madera. Solían tener forma cónica o cilíndrica, y se elevaban sobre una base de piedra o troncos, lo que impedía el acceso a la humedad del suelo y dificultaba la entrada de insectos y roedores. El techo, hecho de palma, zacate o tejamanil, y las aberturas bien selladas con barro o ceniza garantizaban un ambiente seco y fresco, ideal para conservar el maíz durante largos periodos.
Estos graneros comunitarios o familiares albergaban mazorcas y granos de maíz. También se guardaban en su interior otros elementos de la milpa, como frijoles, semillas de calabaza, chile seco o quelites deshidratados. Su interior era considerado un lugar casi sagrado: un cofre que resguardaba el alimento del año entero y, con él, la continuidad de la vida campesina.
Era mucho más que un recipiente de almacenamiento. En muchas culturas indígenas, el maíz no es solo un cultivo, sino un ser con vida, una deidad, una raíz de identidad. El acto de guardar estos granos era, por tanto, un acto de cuidado, respeto y gratitud hacia la tierra.
En este sentido, el cuexcomate puede entenderse como una extensión del calendario agrícola mesoamericano, marcado por la observación de los ciclos solares y lunares, la lluvia, y la fertilidad del suelo. Su existencia aseguraba la autosuficiencia alimentaria y permitía planear con sabiduría las futuras temporadas de siembra.
Aunque el uso del cuexcomate ha disminuido notablemente con la llegada de nuevos métodos de almacenamiento y la expansión de la agricultura industrial, aún pueden encontrarse en comunidades rurales de estados como Puebla, Tlaxcala, Oaxaca y Guerrero. En algunos casos, se han reconstruido como parte de proyectos educativos o culturales que buscan preservar la memoria campesina y revitalizar los saberes tradicionales.
Hoy en día, varios programas de agroecología y soberanía alimentaria han comenzado a mirar con nuevos ojos estas estructuras, por su eficacia, y por lo que representan; un modelo sostenible, autónomo y profundamente arraigado en el conocimiento del territorio.
Conviene hacer una aclaración importante, el famoso “Cuexcomate” ubicado en la ciudad de Puebla —una estructura cónica de 13 metros de altura, a menudo promocionada como “el volcán más pequeño del mundo”— no es en realidad un granero. Se trata de un géiser inactivo de origen volcánico que fue nombrado así debido a su forma, similar a la de los antiguos graneros. A pesar de la confusión, esta coincidencia ha servido para despertar el interés en el verdadero cuexcomate tradicional y en la cultura agrícola que lo respalda.
En tiempos en los que la seguridad alimentaria, la crisis climática y la pérdida de biodiversidad exigen nuevos modelos de producción y consumo, mirar hacia el pasado no es una nostalgia vacía, sino una estrategia sabia. El cuexcomate, con su diseño simple y efectivo, su conexión con la tierra y su carga simbólica representa una alternativa culturalmente coherente y ecológicamente viable frente a los desafíos actuales.
Redescubrir su valor es, en el fondo, reconectar con una forma de vida que reconoce los límites del entorno, honra el trabajo campesino y coloca al maíz —ese grano milenario— en el lugar que merece, en el centro de la vida. (El Financiero)