P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
La semana pasada celebramos la solemnidad de Pentecostés y, con ella, concluyó litúrgicamente el tiempo de Pascua. El n. 731 del Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: «El día de Pentecostés, al final de las siete semanas de Pascua, la Pascua de Cristo se cumple con la efusión del Espíritu Santo, que se manifiesta, se da y se comunica como una Persona divina: desde su plenitud, Cristo Señor derrama el Espíritu con profusión». En efecto, el misterio pascual —pasión, muerte y resurrección de Cristo y su ascensión al cielo— encuentra su cumplimiento en la poderosa efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos con María, la Madre del Señor, y los demás discípulos. Pentecostés es, por tanto, la plenitud de la Pascua, y es la última etapa de la historia de la salvación que realiza el gran designio de Dios Padre sobre la humanidad mediante el don del Espíritu Santo. Pentecostés es el fin de la nostalgia y el amanecer de la esperanza; el olvido del miedo y el amanecer de la audacia. Pentecostés es la libertad de pensamiento y el vuelo del sueño del espíritu; el fin de una era de esclavitud y el amanecer de una nueva libertad. La Iglesia sale a la luz y continúa la obra de Jesús a través del Espíritu a través de la Eucaristía, la Palabra, los sacramentos, la oración y la vida cristiana.
Este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad. A simple vista, podría parecer una fiesta teológica compleja, incluso abstracta. ¿Cómo podemos hablar de un solo Dios en tres personas? ¿Qué sentido tiene este misterio para nuestra vida cotidiana? Y, sin embargo, al adentrarnos en él con humildad y asombro, descubrimos que la Trinidad no es un acertijo para resolver, sino una clave para comprender quién es Dios y quiénes somos nosotros. La fe cristiana proclama que Dios es uno, pero no solitario; Dios no es soledad, es comunión. Este misterio no es solo una verdad sobre Dios; es también una revelación sobre nosotros mismos que estamos hechos para la comunión. Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo: tres personas distintas que existen en una única unidad perfecta de amor. Esta afirmación no pretende ser una fórmula lógica, sino una profunda revelación sobre la naturaleza divina. Dios no es un ser aislado y lejano, sino una relación viva, dinámica, inagotable.
Decir que Dios es Trinidad es afirmar que, en lo más íntimo de su ser, Dios es amor. No un amor abstracto, sino un amor concreto que se da, se recibe y se comparte eternamente. El Padre ama al Hijo, el Hijo responde en amor, y ese vínculo de amor es el Espíritu Santo. Así, el Dios cristiano no es un monarca solitario, sino una comunidad de amor en constante donación. La Biblia dice que fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,26) por tanto, al afirmar que Dios es Trinidad, entonces creemos que hemos sido creados para la relación, para vivir en comunión, para amar y dejarnos amar. En un mundo marcado por el individualismo, la competitividad y las divisiones, la Trinidad nos recuerda que la verdadera plenitud humana se alcanza no en el aislamiento, sino en el encuentro. Vivimos en un tiempo donde muchas veces se valora más el éxito personal que la solidaridad, más el poder que la entrega. Frente a eso, la Trinidad nos invita a imaginar otra forma de ser: una existencia tejida de vínculos, donde la diversidad no es amenaza, sino riqueza.
En la vida cotidiana, podemos vivir el misterio trinitario en pequeños gestos: cuando construimos puentes en lugar de muros, cuando trabajamos juntos desde nuestras diferencias, cuando amamos sin querer poseer al otro, cuando servimos sin esperar recompensa. Cada acto de comunión, de diálogo, de entrega gratuita, es un reflejo del Dios Trino y esto nos ayuda a entender que el amor es el centro de todo. Como dijo el Papa Francisco en el Ángelus del 7 de junio de 2020: «La Trinidad nos enseña que no se puede vivir sin los otros, sin entregarse a los otros. […] Dios nos ha creado a imagen suya: seres en relación y en necesidad de vivir en comunión». Por eso, esta solemnidad no es un ejercicio teórico, sino una invitación a dejar que el amor trinitario modele nuestra vida. A abrirnos al Padre que nos crea, al Hijo que nos redime, y al Espíritu Santo que nos anima y nos une. A ser, como Iglesia y como humanidad, una comunidad de hermanos y hermanas que refleje, aunque sea imperfectamente, el rostro de ese Dios que es Uno y Trino. La Trinidad no se entiende del todo, solo se contempla. No se explica por completo, solo se vive. Celebrarla es rendirse al misterio del amor que nos envuelve, nos llama y nos transforma. Y es, sobre todo, reconocer con gratitud que el Dios que habita en lo alto también habita entre nosotros, y nos invita a vivir como Él: en comunión y en entrega porque, en lo más íntimo de su ser, Dios es amor.
Domingo 15 de junio de 2025.