Nadie puede dudar que la Operación Militar Especial, desatada a fines de febrero de 2022 por el presidente ruso, haya sido un parteaguas en la historia, por lo menos, en la historia de Europa. Europa, la diosa de los grandes ojos de la mitología griega, visitada por primera vez desde 1939 por Ares, el dios de la guerra… Algunos dicen que Europa no existe, nunca ha existido, igual que la diosa que le dio su nombre. Quieren decir que la Unión Europea no es –estoy de acuerdo– y nunca será una potencia geopolítica, como Rusia, China, los Estados Unidos. Eso no lo sé.
Sé que es una potencia económica, puesto que su PIB es el equivalente del de China; es uno de los tres mayores mercados del mundo y todos los países quieren hacer comercio con ella. Las direcciones europeas en cuestión de normas comerciales, sanitarias, ambientales, técnicas, sociales tienen una autoridad respetada en el mundo entero, hasta por las más grandes empresas. Además, la Unión Europea es la segunda potencia financiera, después de los EEUU; su Banco Central se tutea con la Reserva Federal estadounidense y, si bien el euro ha perdido recientemente algo de su valor, es una moneda aceptada por todos. Todo esto explica la teoría según la cual los Estados Unidos, potencia supuestamente en decadencia, le temen a la fuerza económica de la UE y la ven como un rival peligroso; por lo mismo, dicen los que sostienen esa tesis, Washington ha jugado siempre a dividir a los europeos y su última jugada, la más reciente, es la guerra de Ucrania. Según el canciller ruso, Serguei Lavrov, “igual que Napoleón movilizó a casi toda Europa contra el imperio ruso, lo mismo que Hitler contra la URSS, hoy EEUU creó una coalición y la UE se subordinó por completo a su dictado”. Concluye que EEUU ha enfrentado una vez más a los europeos entre sí. Éste y no otro es el sentido de su intervención en Ucrania. Tengo mis dudas.
Dudas no tengo en cuanto al diagnóstico de que ese gigante económico y demográfico es un enano político, diplomático y militar. Las intenciones expresadas en el tratado de Maastricht (1992) siguen siendo buenas intenciones, porque no existe un gobierno europeo, ni una constitución de tipo federal. Hace dos años, el escritor Boualem Sansal preguntaba quién era el piloto de Europa: “Como pude yo constatarlo, queridos amigos, no tardarán ustedes en darse cuenta que nadie lo sabe, ni sabe cómo encontrarlo para que les diga como se llama, quién lo nombró y a donde los lleva, si es que él mismo lo sabe. Que nos diga qué es Europa y de qué sirve en el esquema mundial”.
Sobran los ejemplos de desacuerdos y divisiones entre los socios de la UE. Uno basta: en 2003, cuando Bush junior decidió atacar a Irak, Alemania, Bélgica, Francia y Luxemburgo se opusieron, mientras que España, Italia y Polonia mandaron sus soldados a pelear en Mesopotamia. Inglaterra apoyó a Bush, pero no pertenece a la UE.
Por cierto, periódicamente, el tándem franco-alemán vuelve a distinguirse de los europeos del Norte y del Este, como se puede ver actualmente en el asunto de los tanques de asalto que unos quieren y otros no quieren dar a los ucranianos. Todos los presidentes franceses, sin excepción, han sido fascinados por el espejismo de la “amistad franco-rusa” y han creído en su vocación de mediador entre Vladimir Putin y los Estados Unidos, entre Rusia y Ucrania. Para mayor escándalo de los polacos, finlandeses, lituanos, etc., en 2015, fueron París y Berlín que impusieron a los ucranianos los dos “acuerdos de Minsk”, de los cuales eran tan orgullosos y que de nada sirvieron; repitiendo el error del presidente Sarkozy que creyó, en agosto 2008, haber resuelto el conflicto entre Rusia y Georgia.
Dicho todo esto, existe la posibilidad que Putin sea el verdadero fundador de la UE política y militar. Esos países que, desde la desaparición de la URSS, habían casi liquidado sus ejércitos, los están ahora reconstruyendo, países neutrales como Finlandia y Suecia están de hecho en la OTAN. ¿Pasarán también al nivel político superior?
Jean Meyer, historiador en el CIDE