SILVIO MALDONADO B. // Güico y otros cuentos

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El Güico pocas veces se ocupaba en alguna tarea que le redituara buena paga; la mayor parte del tiempo y de su vida pueblerina la pasaba en acciones sencillas que eran recompensadas, la más de las veces, con algo de alcohol del 96, al que se refería como la mejor bebida espirituosa. En otras, una pequeña cantidad en metálico, casi siempre monedas de dos centavos, entre las que se colaba algún níquel de cinco, y de vez en cuando uno que otro tlaco. Cuando Güico recibía una plata (sol de a peso, ley cero siete veinte) se volvía loco de contento; claro que aquello lo obligaba a desaparecer de las reuniones caseras y volverse solitario y callejero, hasta no ahogar en alcohol el dinero recibido. No obstante, briago o no, las sombras de la noche acicateaban su espíritu y lo obligaban a buscar la guarida gentilmente otorgada por don Chava el refresquero.

Fue precisamente Chava el de los refrescos, quien le dio alojo para vivir en un cuartucho muy en las afueras de su casa, en pleno patio trasero. Con el cuarto le donó un viejo colchón que venía de dos o tres generaciones atrás, que tenía arrumbado pero que guardaba celosamente, porque Purificación, una vidente ocasional, dizque le había vaticinado, varios años atrás, que ese colchón lo haría rico… “estati al pendienti, manque no lo creas, yo vidi esi colchón atascau de monedas y billetis. No te deshagas del, ten confianza en Dios que ansina te va a ocurrirr”… Ciertamente, cuando Güico murió en ese jergón, Salvador se llevó mayúscula sorpresa, entre colchón y pichas, testecitos de chinches y piojos, el tío Elías, el simpático Güico le había dejado cuantiosa herencia monetaria; no sólo la reunida en el trajín cotidiano de varios años en su caminar pueblerino, sino la acumulada a lo largo de su vida en el pueblo natal. Fue tanta la alegría de Don Chava que creyó conveniente no hacer boruca alusiva al hallazgo monetario y se olvidó de enterrar el cuerpo por varios días; cuando quiso hacerlo, el cadáver de Güico había desaparecido misteriosamente. De aquel suceso nadie se enteró, ni siquiera hubo quien preguntara por él, pues lo imaginaban extraviado en una más de sus muchas correrías alcohólicas.

Güico fue excelente contador de chismes, lo traía de nacimiento… Quienes lo habían conocido, narraban con ánimo burlesco que cuando niño, no más de cinco años, dientes de leche en caida inevitable y chupar de pulgares, el tío Elías era una fuente natural y permanente de berridos estrepitosos… Que igualmente soltaba incontenible el llanto, sobre todo cuando su madre lo dejaba con la tía, por algún quehacer pendiente, la búsqueda de leña para el fogón; el llevar el nixtamal a la molienda, la preparación del metate para tortear y otros…

“… ¡Queru a miamá!, ¡queru a mi amá!” –gritaba en sus berridos-. Entonces La tía Idulina lo llamaba para consolarlo y tranquilizarlo… “Cálmathiju, y te doy un chuchu calientitu (tortilla recién sacada del comal y hecha rollo)”; -el crío aumentaba la intensidad de sus chillidos-. La tía insistía y ahora agregaba… “ven hiju y te cuento un chismi”. Milagrosamente, los chillidos iniciaban su descenso. Así, el crío terminaba por comer el chucho y pegando la orejita a la boca de la tía la conminaba: “ándali pues tía, cuéntami el chismi”…

Había mucho de atractivo y de llamar la atención en el comportamiento de Güico, porque por estas y otras razones, siempre se hacía agradable en su trato, y sobre manera, para muchos, individuo en el que se podía confiar, bien que se cuidaba de manejar su lengua. Sabedor de todo lo sucedido y no, cuando contaba los chismes cosechados, los transformaba en eventos nacidos en personajes distintos a los protagonistas de origen, con lo que ocultaba la identidad de los mismos y podía merecidamente desprender enseñanzas o consejas para los oyentes. Por eso Güico no peleaba con nadie y era bien estimado en la comunidad.

En lo que sí despatarraba era en su afición más celebrada y entretenida: el ingenio para sustituir al párroco en la acción de bautizar a la gente con el acomodo de apodos, remoquetes o alias para resaltar cualidades o defectos.  En eso nadie le hacía competencia, era non y muy atinado, aunque claro, ahí también procedía con precaución y cuidado para no ganarse animadversiones; los motetes resultantes eran filtrados a gente discreta que los esparcía sigilosamente; cuando salían a la luz, el agraciado, o agraciados, pocas veces o nunca se enteraba que su origen estaba en la sesera de Güico. Fueron contadas las ocasiones en las que se ganó sonoras y variadas mentadas de madre, y muchas menos las que le redituaron algún golpe físico por sus meritorias deducciones y aplicaciones del celebro.

Güico tenía su secreto altozano o promontorio de observación para el estudio de las características engendradoras de los variados nombres bautismales, en una encrucijada de varias trochas, caminos o veredas que tenía un pequeño mogote o eminencia de unos tres metros de elevación sobre el sendero que conducía al cementerio. Este sendero final y sin retorno, recorrido final de la vida, era su preferido, porque Güico bien sabía que por ahí pasaban todos al descanso eterno, y con los cadáveres en caja o en parihuela, sus acompañantes, que en ocasiones casi llegaban a la totalidad del poblado: la gente de Junga se distinguía por su piedad y compasión con aquellos que sufrían alguna desgracia.

Las otras sendas, denominadas con nombres inmortales del panteón nacional, Madero, Villa, Zapata, Venustiano, Juárez, Melchor, tenían un inconveniente capital: sólo se transitaban en los días de fiestas cívicas y religiosas, porque las casas, viviendas o jacales no se concentraban en la periferia inmediata del templo, sino en rancherías cercanas. Era necesario para llamar a cualquier festejo, que las dos campanas de la iglesia de Santa María de la Asunción, igualmente sonoras, lanzaran sus risas de bronce que se perdían en la distancia hasta llegar a los oídos de niños, adolescentes, madres, padres, abuelos y abuelas, para alistarlos a recorrer a pie, en burro o a caballo, la distancia al centro de la celebración. Entonces quien más se regocijaba con la fiesta celebrada era el Güico, que se acomodaba semiescondido entre las ramas de los árboles que se levantaban circundando su atalaya, para lograr la panorámica requerida para su cosecha: uno a uno, pasaban ante sus escudriñadores ojos para generar su escondido festín bautismal. En cuanto la idea llegaba a la inspiración de Güico, semioculto, se deshacía en una risilla entre fingida y silenciosa; a veces parecía que repetía un si, sí, si, si, soliloqueado, silencioso, apenas abriendo la boca, apretando las arcadas dentales, sacudiendo la cabeza y zarandeando su cuerpo rítmicamente.

“Nalgas de perro pateado”, bautizó Güico a don Jesús Meza, porque el pobre vendedor de quesos pandeaba sus posaderas hacia adelante para conseguir mejor apoyo y sostener el pesado canasto de la vendimia, sin ningún riesgo de caída; todo porque su canasto no solamente transportaba los quesos sino aquello que recogía en trueques realizados con la gente que no disponía de dinero, pero sí de variada mercancía. 

El “Ocho Chiches”, le endilgó a Justo López, del rancho del Tecomate, porque tenía marcada ginecomastia y acaso por el peso de sus mamas o pectorales, levantaba su pecho acentuando su defecto por más que lo disfrazaba con alguna vestimenta; claro que adicionalmente, filtraba que sostenía esparcimientos con amigos del mismo sexo.

“Siete Cabezas” fue dirigido a Ernesto Flores, por el llamativo crecimiento de su cabeza; el jovenzuelo había nacido con marcada hidrocefalia. No sólo eso, Neto tenía el diámetro lateral del cráneo más corto que lo normal, lo que acercaba ambos ojos a mínima distancia y lo hacía aparecer como miope. Para consolarlo de la fealdad de su aspecto físico, Matilde su madre, esparció por todos los rincones que había sido engendrado por Jorge Negrete.

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SILVIO MALDONADO BATUISTA

Silvio Maldonado Bautista. Dr. en Medicina por el IPN. Novelista. Director emérito del CIIDIR (Poner el nombre completo). Radica en Morelia, Michoacán.

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