Ya del gobierno no puede esperarse otra cosa que la imposición de sus ocurrencias, la destrucción de instituciones y la propagación del odio.
La marcha de la locura continúa. Se va escalando el conflicto. Los ataques verbales del Presidente son coreados por sus esbirros, de formas cada vez más agresivas, insultantes, peligrosas. Se convierten ya en “manifestaciones” en las que un gobernador acarrea algunos miles de personas para escenificar amenazas de muerte a los ministros de la Corte, pero que además se convierten en agresiones físicas a reporteros. Como ha ocurrido desde hace tiempo, los fanáticos no ven el odio creado por su líder, sino las reacciones, a las que sí califican de odio.
Se acaba el tiempo y no hay resultados, así que hay que hacerlo a la fuerza. Millones de árboles desaparecidos; la estructura de túneles subterráneos, que es la única fuente de agua potable en la península, parcialmente destruida, con terraplenes que se vienen abajo en un suelo kárstico que nadie quiso considerar. Con militares construyendo, la única lógica posible es militar. Avanzar destruyendo. Si hace falta un tramo de vía, se toma. Y se expide un decreto de expropiación como respaldo.
Si la ley exige transparencia, se destruye la ley. Si la Corte obliga a su cumplimiento, se le ignora. Se repite la dosis, a ver de qué cuero salen más correas. Ya del gobierno no puede esperarse otra cosa que la imposición de sus ocurrencias, la destrucción de instituciones y la propagación del odio. No es que sea diferente de lo que hemos visto en los casi cinco años desde el triunfo, pero el nivel ya es muy preocupante.
Frente a eso se hace necesario contar con opciones y no las tenemos. Los partidos políticos, decíamos el viernes, no muestran capacidad alguna. Aunque han cosechado de la ciudadanía, que les dio votos en abundancia en 2021, y se ha manifestado ampliamente el 13 de noviembre y el 26 de febrero, los partidos no parecen entender su función actual: ser vehículo de esa fuerza ciudadana. Quieren imponer sus candidatos, apostando a ganar alguna gubernatura y posiciones legislativas, pero sin apostar a impedir la destrucción que hoy enfrentamos. Las dirigencias no parecen entender que la elección de 2024 puede ser la última.
O tal vez lo entienden, pero no les importa. Igual que los empresarios compadres decidieron allanarse a López Obrador, para seguir cosechando rentas, aunque sea de un país empobrecido, así los políticos compadres tienen suficiente con nichos locales, algunas decenas de curules y, sobre todo, el gran flujo que implica perder elecciones: fuente de riqueza para no pocos políticos.
En muy poco tiempo quedará claro el panorama, pero tal vez no sea muy bello. Los que se quejan de que se les reclame el haber sido tontos útiles podrán sentirse acompañados de las fuerzas vivas: políticos y empresarios que también serán responsables del fin de la democracia. Seguramente nos ilustrarán entonces acerca de las virtudes de los líderes autoritarios, pero bien intencionados.
No importarían mucho, si no fuese porque poco después ya no habrá recursos ni capacidad de gestión, no habrá mecanismos de intermediación ni monopolio de la violencia (ya muy estropeado desde hoy). Ya pasamos de ser una democracia a ser un régimen híbrido; el siguiente paso es el Estado fallido.
Lo decía el viernes, pero lo debo repetir hoy. Si la tragedia que amenaza se materializa, no será nada más López Obrador el culpable. Si los partidos insisten en dar la espalda a la ciudadanía, no podrán reclamar a nadie por su suicidio. Si los empresarios siguen prefiriendo agacharse, sus rentas serán proporcionales a su altura. Si los que tienen voz insisten en defender la destrucción, no habrá quien les llore cuando esa misma destrucción les alcance.
Deténgase un momento, considere los escenarios. Si no ve el caos aproximándose, me dice. (El Financiero)