En los siguientes meses no se van a escuchar planes detallados de largo plazo, ofertas concretas. Lo que se verá será una candidata ofreciendo continuar la destrucción.
En 2018, López Obrador ganó la elección, ampliamente, porque era considerado un extraño al sistema de partidos. No lo era, claro. Había militado en el PRI y el PRD, y fundado Morena, pero su actitud eterna de enfrentamiento la entendían muchos como una muestra de no formar parte, de estar en realidad al margen.
Aunque los temas de la elección fueron inseguridad y corrupción, y algo ofreció en ambos casos (la desaparición casi inmediata de ambos flagelos), no creo que el programa haya importado mucho. Menos todavía influyó pobreza y desigualdad, que tantas personas han insistido en que fueron determinantes. No hay razón para ello. La desigualdad había disminuido desde 1995, y la pobreza también, aun con el bache de 2009. Ninguno de estos asuntos estaba en la mente de los votantes, salvo en la de un pequeño grupo que le atribuía a López Obrador posiciones progresistas que jamás ha tenido.
Fue muy relevante la limpieza que le hicieron las televisoras y los empresarios compadres, porque poco antes, López Obrador era el político con más negativos del país. Su intención de ser considerado outsider se le pasó, y del berrinche de 2006, repetido en 2012, cosechó el desprecio de muchos. Para 2018, sin embargo, ya lo habían vendido como pragmático, estratega, estadista, y algunas otras facetas que tampoco ha tenido nunca.
Conviene recordar esa elección, y entender bien por qué ganó López Obrador, para imaginar la elección de 2024. Puesto que el proceso se inició demasiado temprano, incluso fuera de los tiempos que la ley considera para ello, ya veo muchos colegas que empiezan a dirigir campañas, igual que muchos dirigimos partidos de futbol, desde el sillón de la casa. Académicos, columnistas, empresarios, opinadores en redes, todos tienen ya la receta para que gane uno u otra candidata. Recomiendan de quién rodearse, qué temas tratar, con quién debatir, y ya empiezan a pedir detalles concretos de cómo gobernaría cada uno de ellos.
Dudo que eso tenga algún sentido, aunque seguramente habrá fuerte competencia de egos por posicionarse. Desde 2008, a nivel global, los partidos políticos empezaron a perder fuerza, y sus planes y programas dejaron de tener interés para los votantes. Poco después, hacia 2015, empezó el retroceso de la democracia, también a nivel global. Los políticos exitosos no eran los que tenían mejores ideas o planes, mejores equipos o consejeros, sino aquéllos que podían considerarse externos, outsiders.
En opinión de esta columna, el origen de este cambio ha sido la transformación comunicacional, que ahora nos permite estar conectados entre millones de personas, no todos recibiendo una señal (televisiva o periodística), sino cada uno emitiendo y recibiendo. Las redes, pues. Esta transformación ha provocado que ahora no existan realmente temas nacionales, sino infinidad de temas de nicho: ciclistas, corredores, paseantes, amantes de perros o gatos, defensores del clima o de la naturaleza, amén de las diferentes orientaciones sexuales o de género.
En ese contexto, los partidos políticos no han podido transformarse al ritmo necesario. Siguen proponiendo ideas nacionales, que cada vez tienen menos público. Sus candidatos, en consecuencia, difícilmente superan unos cuantos puñados de votos. Los que vienen de fuera, como Trump, Bukele, Boris Johnson, o López Obrador, sin ropajes que los limiten, le prometen a cada grupo lo que quiere oír, sin importar que esas promesas sean incompatibles. Por eso son demagogos, populistas… y exitosos.
Así que no esperen escuchar planes y programas detallados, estrategias de largo plazo, ofertas concretas, para los siguientes meses. Lo que veremos será una candidata ofreciendo continuar la destrucción de este sexenio y otra proponiendo detenerla, y en lugar de ello, construir. Una que representa continuidad, y otra que ofrece ruptura, que viene de fuera. Eso es todo. Y es bastante. (El Financiero)