Ante aproximadamente veinte mil personas que acudieron a la audiencia general del pasado miércoles 20 de abril en la Plaza de San Pedro en el Vaticano, el Papa nos invitó a reflexionar en el mandamiento de “honrar a los padres”. Más aún, ponderó la importancia de considerar el argumento cuando los padres son ya ancianos. Este tema no es nuevo en el magisterio pontificio pues ya el 17 de noviembre de 2007, el Papa Benedicto XVI lo había presentado a los participantes en la 22ª Conferencia Internacional del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud. En aquel entonces, el Papa afirmaba que: «la ancianidad constituye la última etapa de nuestra peregrinación terrena, que tiene fases distintas, cada una con sus propias luces y sombras. Se cuestiona: ¿tiene aún sentido la existencia de un ser humano que discurre en condiciones muy precarias porque es anciano y está enfermo?» Hizo un encendido llamado al respeto irrestricto de la vida y dignidad humana de los enfermos y ancianos que muchas veces son marginados por ser considerados un “peso” y un “problema” por la “mentalidad eficientista” de hoy.
Benedicto XVI había destacado que: «es necesario mostrar una capacidad concreta de amar, porque los enfermos tienen necesidad de compresión, de consuelo y de constante aliento y acompañamiento. Los ancianos, en particular, deben ser ayudados a recorrer de manera consciente y humana el último tramo de la existencia terrena, para prepararse serenamente a la muerte, que -los cristianos lo sabemos- es un tránsito hacia el abrazo del Padre celestial, lleno de ternura y de misericordia». Tristemente, muchas actitudes de indiferencia, de olvido o, incluso de rechazo, comienzan en la familia. A este respecto el Papa Juan Pablo II, en su momento, decía que: «la sociedad contemporánea niega a los ancianos un espacio adecuado, sea en el seno de las familias, que se han transformado de patriarcales en nucleares o esenciales, sea en el seno de las estructuras públicas, las cuales los relegan a un estado de marginación, en nombre de un eficientismo productivo. Surge, de esta manera en el ánimo del anciano la triste impresión de ser un hombre inútil a sí mismo y a los demás» [«La insensibilidad de la “civilización de la técnica”, pecado de egoísmo contra los ancianos», en: Enseñanzas de Juan Pablo II, XI, 2 (1988) 1377].
Por su parte, Francisco ha puesto especial énfasis en «la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del abandono, de la desilusión y la duda. Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las situaciones dramáticas —a veces trágicas— de la vida, pueden suceder en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una especie de hábito, incluso de molestia. Cuántas veces hemos escuchado o hemos pensando: “Los ancianos molestan”; lo hemos dicho, lo hemos pensando… Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan, justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de reacción y de lucha. En cambio, las heridas, también graves, de la edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido vivida. Y así los ancianos son un poco alejados también de nuestra experiencia: queremos alejarlos».
Más adelante, añadió: «En la común experiencia humana, el amor —como se dice— es descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. El camino de honrar a las personas que nos han precedido empieza aquí: honrar a los ancianos. Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor —es decir, ternura y respeto al mismo tiempo— destinado a la edad anciana está sellado por el mandamiento de Dios. “Honrar al padre y a la madre” es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de los diez mandamientos. No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras palabras, se trata de la vejez de la vida».