Las tres campañas presidenciales se acercan más a la venta de una imagen, de una emoción, que a tratar a la ciudadanía como adulta y presentar diagnósticos del estado que guarda México.
Edmundo Jacobo Molina
Finalmente, el lunes pasado iniciaron formalmente las precampañas federales, aunque este seguramente es un dato para especialistas, ya que la ciudadanía en general difícilmente reconocerá la diferencia entre este periodo y lo que hemos vivido en días previos.
Pero más allá de formalismos, que no deberíamos ignorar ni minimizar, lo que es preocupante es el vacío del contenido de las campañas, que como van y como se perfilan, seguirán la tendencia mundial de banalización de la política. Lo que hasta hoy hemos visto, más allá de las denostaciones entre quienes contienden, es la personificación, la simplicidad y la polarización.
Predomina en la comunicación de una campaña hacer de los atributos de una persona la solución a los problemas de todos, como si en su individualidad residiera el secreto para las soluciones. Seguramente esto deviene del marketing asociado a la venta de productos y servicios: esta bebida te hace feliz, este vestido te hace hermosa, estos cigarros te hacen hombre y así… La tragedia, desde mi punto de vista, es que esto se extrapole a la política, haciendo de una candidatura un producto empaquetado con la menor cantidad de aristas, ya sea para promoverlo o atacarlo.
Cunde la simplificación al extremo de los problemas sociales, lo que es otra forma de ignorarlos, de evadirlos. No se trata de tirarnos al piso y hacer una disertación académica en cada mitin, pero sí de no vender espejitos que en el mediano plazo devienen en frustración ante el incumplimiento de lo prometido.
De la misma manera, el recurso más usado hoy en día en campañas es el de la polarización, el discurso maniqueo que reduce el mundo a dos colores y a quienes lo habitamos a buenos y malos. La vieja idea de construir un enemigo común que aglutine a todos en torno a un líder que encabeza ‘la defensa’ contra la amenaza. Por qué alguien, un país o una idea son un enemigo, no importa; lo que es relevante para la narrativa, como ahora se dice, es crear la percepción de que existe.
Las candidaturas hoy en curso son el mejor ejemplo de lo anterior. Una exhibe su trayectoria personal, la otra su lealtad a quien la ungió y el otro su frescura norteña como atributos suficientes para hacerse cargo de la mayor responsabilidad en el gobierno de este complejo país. Las tres coinciden al utilizar los mismos recursos de marketing.
Las tres campañas se acercan más a la venta de una imagen, de una emoción, que a tratar a la ciudadanía como adulta y presentar diagnósticos del estado que guarda México y sobre todo de las propuestas para resolver lo que nos aqueja.
Sé que cualquier estratega político actual me tachará de ingenuo y me dirá que las campañas se ganan vendiendo emociones y sueños, y exhibiendo al opositor como el peor de los engendros, heredero de un pasado ominoso y anuncio de la próxima catástrofe. El problema es que bajo esas estrategias pragmáticas han ascendido al poder personajes como Trump, Bolsonaro y ahora Milei, entre muchos otros que hoy ponen en duda el futuro de la convivencia democrática.
La simplificación de la compleja realidad en mensajes de segundos (30 o 10) sólo alcanza para que los votantes “recuerden” una tonadita, una imagen catastrófica que denuncie al opositor o un maquillaje y una voz que inspire seguridad y futuro.
Con la reforma electoral de 2007, aquella que prohibió la compra y venta de espacios en radio y televisión para fines político-electorales, se buscaba una mayor equidad en la contienda y que no fueran el dinero y/o la cercanía a los concesionarios de los medios los factores determinantes de la exposición de una candidatura ante el electorado. Devino en spotización.
El acuerdo que llevó a tan importante reforma se cerró para efectos prácticos en la división del tiempo que el Estado dispone de manera gratuita en radio y televisión entre los partidos políticos, distribuyendo el 30 por ciento del mismo de manera igualitaria y el resto dependiendo del resultado obtenido por cada instituto político en la elección precedente.
La reforma tiene muchísimas aristas que al paso del tiempo habría que evaluar detenidamente, pero detengámonos por ahora en el hecho de que todo ese tiempo disponible —48 minutos diarios— se convino que fuera usado como es habitual para fines comerciales, es decir, en promocionales cuya duración en promedio es de 30 segundos.
Se alegaron muchas razones para que fuera así, desde la pérdida de audiencia, si fuera de otra manera, etcétera, pero el efecto práctico es que la política perdió. Ya que pretender transmitir una idea sobre la complejidad social en ese lapso de tiempo es prácticamente imposible y ahora estamos viviendo las consecuencias.
Se propusieron salidas a la spotización, como el hacer bloques de mayor duración para debates o al menos para que los contendientes pudieran exponer un poco más ampliamente sus ideas. Sin embargo, el hecho es que la discusión al respecto está hoy prácticamente abandonada y se terminó ‘normalizando’ la práctica.
Lo anterior se acentúa si consideramos que la mayoría de los mensajes ya no llegan a la ciudadanía a través de los ‘medios de comunicación masivos’ (que, por cierto, dejaron de serlo), sino por las redes sociales que tienen una dinámica de comunicación efímera e instantánea (¡cómo ha cambiado el mundo de la comunicación en escasos 16 años!).
Estamos frente a la banalización de la política y con ello de nosotros mismos. Nos tomamos poco en serio como sociedad y como individuos hacemos oídos sordos a lo que nos rodea. Es indebido reducir todo lo anterior al efecto de las estrategias de comunicación hoy en boga, pero sin duda mucho tienen que ver en ello y las campañas en curso retroalimentan el fenómeno.
POSDATA: Nos hemos alejado del debate público serio y la política, con el pretexto de que sea atendida por las mayorías, se ha vendido como un espectáculo de estridencias, lo que nos lleva a acentuar la polarización, la simplicidad y la personificación. Quien gane las próximas elecciones cargará con las consecuencias: el incremento de la intolerancia y el desencanto, a un hartazgo que concluya en la siguiente elección con un ¡basta! Vayamos por el más antisistémico, por la idea más estridente, aunque eso signifique renunciar a mi libertad y derechos. Espero equivocarme, aún es tiempo de tomar en serio a la ciudadanía y a la política, y propiciar un debate serio e informado.
El autor es exsecretario ejecutivo del Instituto Nacional Electoral (INE).(El Financiero)