Primera Parte
EVERILDO GONZÁLEZ ÁLVAREZ
En el año 2002, el Papa Juan Pablo II, y para gusto y justicia, si es válido decir así, de los mexicanos, llevó a los altares a quien varios siglos atrás cumplió los encargos de nuestra madre la Virgen María, la madre de Jesucristo. Juan Diego Cuauhtlatoatzin cuyo nombre significa : Águila que habla o el que habla como águila, nació el 9 de Diciembre de 1474 cuando era rey de los Azteca el gran Moctezuma Xocoyotzin y murió ya cuando los españoles habían derrotado al excelente guerrero y monarca mexica Cuauhtémoc nombre que significa : Águila que cae . Juan Diego murió el 30 de Mayo de 1548. Nació en lo que hoy es Cuautitlán Edo de México en donde aun hace unos años existía una ermita en su honor. Se dice que fue bautizado por los primeros misioneros franciscanos, y pertenecía a la etnia indígena de los chichimecas de Texcoco, aunque a los de ese lugar se les conocía como Acolhuas y eran uno de los ocho pueblos que se habían unido a los Azteca cuando salieron de Aztlán a la llamada Gran Peregrinación y que ya después por instrucciones de su dios, los desde entonces llamados mexica se separaran y los Acolhuas se fueron y se establecieron en el hoy Tetzcuco -Texcoco- éstos habían formado parte de la llamada Triple Alianza que había liberado a los mexica del dominio tepaneca de Azcapotzalco cuando gobernaba a los mexica el gran Izcoatl y fungía como Gran Sacerdote Tlacaelel….
Juan Diego para cuando nuestra madre le pidió los encargos ya se había casado con una hermosa indiecita llamada María Lucía con la que vivía en un pueblito llamado Tulpetlac y ahí mismo vivía su tío Juan Bernardino, se dice que para esa fecha tenía pocos años de haber sido bautizado, tengamos en cuenta que los franciscanos llegaron a La Nueva España ya cuando Cuauhtemoctzin -Cuauhtémoc- había sido derrotado y apresado, llegaron un poco antes de la muerte del último Emperador mexica, y de inmediato empezaron con la evangelización, ya luego llegaron otros misioneros como Los Agustinos
El Sábado 9 de Diciembre de 1531, muy de mañana, el indiecito Juan Diego, se dirigía a la misa sabatina de la Virgen María y a la doctrina en una pequeña iglesia en Tlatelolco que era atendida por los franciscanos del primer convento que entonces se había erigido en la Ciudad de México. Ese día, algo grandioso estaba por suceder : cuando Juan Diego llegó a las faldas del cerro llamado Tepeyac, escuchó cantos preciosos, armoniosos y dulces que venían de lo alto del cerro, le pareció que eran coros de distintas aves que se respondían unos a otros en un concierto de extraordinaria belleza, vio al cielo y observó una nube blanca y resplandeciente, y se alcanzaba a distinguir un maravilloso arco iris de diversos colores. El escogido por nuestra madre quedó absorto y fuera de sí por el asombro y “se dijo ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Dónde estoy?, ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento, acaso en la tierra celestial? Hacia allá estaba viendo, arriba del cerro, del lado de donde sale el astro rey, el sol, de donde procedía el precioso canto celestial.
Estando en este arrobamiento, de pronto, cesó el canto, y oyó que una voz de mujer, dulce y delicada, le llamaba, por su nombre: Juanito, Juan Diego. Sin ninguna turbación, el indiecito decidió ir a donde lo llamaban. Alegre y contento comenzó a subir el cerro y cuando llegó a la cumbre se encontró con una bella, una hermosa mujer que allí lo aguardaba de pie y lo llamó para que se acercara. Y cuando llegó frente a ella se dio cuenta, con gran asombro, de la hermosura de su rostro, su perfecta belleza, su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, la piedra, en la que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de ella era como preciosas piedras: la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla.
Ante ella, Juan Diego se postró, y escuchó la voz de la dulce y afable señora del Cielo, en idioma Mexicano, -nahuátl- le dijo: Escucha, hijo mío el menor, Juanito. ¿A dónde te diriges?, él le contestó: Mi Señora, Reina, muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatelolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro Señor, nuestros Sacerdotes. De esta manera, dialogando con Juan Diego, la Virgen le manifestó quién era y su voluntad: Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, madre del Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada, en donde lo mostré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí, porque ahí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores, anda al palacio del Obispo de México, y le dirás cómo yo te envío, para que le descubras cómo mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído .Y la Señora del cielo le hace una especial promesa::ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el asunto al que te envío.
Así, de esta manera tan sublime, la Señora del cielo envía a Juan Diego como su mensajero ante la cabeza de la Iglesia en México, el obispo fray Juan de Zumárraga. El humilde y obediente Juan Diego se postró por tierra y pronto se puso en camino, derecho a la Ciudad de México, para cumplir el deseo de la Señora del Cielo.
El indiecito Juan Diego llegó a la casa del obispo, el franciscano fray Juan de Zumárraga— llegó a tierras mexicanas en 1528 con el nombramiento de Obispo y el Rey de España lo nombró “ Protector General de los Indios “ murió en 1548, cabe mencionar que para ese tiempo ya se encontraba en estas tierras otro gran defensor de los indios Vasco de Quiroga quien hizo su apostolado en tierras purhépechas—- y le pidió a los servidores que le avisaran que traía un mensaje para él, pero estos al verlo tan pobre y humilde, simplemente, lo ignoraron y lo hicieron esperar; pero Juan Diego, con infinita paciencia, estaba dispuesto a cumplir con su misión así que esperó, hasta que por fin le avisaron al Obispo y este pidió que lo trajeran a su presencia. Juan Diego entró y se arrodilló ante él, inmediatamente le comunicó todo lo que admiró, contempló y escuchó, le dijo puntualmente el mensaje de la Señora del Cielo, la madre de Dios, que le había enviado y cual era su voluntad. El Obispo escuchó al indio incrédulo de sus palabras, juzgando que era parte de la imaginación del indio, máxime que era un recién convertido, y aunque le hizo muchas preguntas acerca de lo que había referido, y captó que era constante y claro su mensaje, de todos modos no hizo mucho aprecio a sus palabras; así que lo despidió, si bien con respeto y cordialidad, pero sin darle crédito a lo que le había dicho; el Obispo se tomaría un tiempo para reflexionar sobre este mensaje.
Salió el indio de la casa del Obispo muy triste y desconsolado, ya que se dio cuenta que no se le había dado crédito ni fe a sus palabras. El obispo no le había creído y lo habría juzgado mal, creyendo que era un invento como muchos se podían creer
Juan Diego regresó al cerro al mismo punto en donde se le había aparecido la Madre de Dios y en cuanto la vio, ante ella se postró, se arrojó por tierra, le dijo: Señora, Reina, Hija mía la más pequeña, ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable palabra; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del Gobernante Sacerdote, lo vi, ante él expuse, tu palabra, como me lo mandaste. Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Me dijo: Otra vez vendrás; aún con calma te escucharé, bien aun desde el principio veré por lo que has venido, tu deseo, tu voluntad, y con toda humildad le dice a la Señora del Cielo: mucho te suplico, Señora mía, Reina, muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve, tu amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo,; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me mandas Virgencita mía, Hija mía , Señora, Niña; por favor dispénsame: afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en tu disgusto, Señora dueña mía.
La Reina del Cielo escuchó con ternura y bondad, y con firmeza le respondió al indio: Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quien encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es necesario que tú, personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando
Juan Diego, todavía entristecido por lo que había sucedido, se despidió de la Señora del Cielo asegurándole que al día siguiente realizaría su voluntad, aunque guardaba la duda de que fuera creída su palabra, aún así, le aseguró que obedecería y esperaría; se despidió de María Santísima y se fue a su casa a descansar.
Al día siguiente, Domingo diez de diciembre, Juan Diego se preparó muy temprano y salió directo a Tlatelolco, y después de haber oído misa y asistir a la catequesis, se dirigió a la casa del Obispo en la Ciudad der México, en donde, nuevamente, los ayudantes del obispo lo hicieron esperar mucho tiempo; cuando ya por fin lo dejaron entrar y al estar ante él, Juan Diego se arrodilló y entre lágrimas le comunicó la voluntad de la Señora del Cielo, certificándole que se trataba de la Madre de Dios, la Siempre Virgen María y que pedía le edificase su casita sagrada en aquel lugar del Tepeyac. El Obispo lo escuchó con gran interés, pero para certificar la verdad del mensaje de Juan Diego le hizo varias preguntas acerca de lo que afirmaba, de cómo era esa Señora del Cielo, de todo lo que había visto y escuchado. El Obispo comenzó a comprender que no era posible que hubiera sido un sueño o una fantasía lo que Juan Diego le refería, pero le pidió una señal para constatar la verdad de las palabras del indio. Juan Diego, sin turbarse, aceptó ir con María Santísima con la petición del Obispo. Al tiempo que Juan Diego se ponía en marcha, el Obispo mandó dos personas de su entera confianza que vigilaran a Juan Diego y que, sin perderlo de vista, lo siguieran para saber a dónde se dirigía y con quién hablaba. Juan Diego llegó a un puente en donde pasaba un río, y ahí los sirvientes lo perdieron de vista y, por más que lo buscaron, no lograron encontrarlo; los sirvientes estaban muy molestos por lo que había sucedido y, al regresar, le dijeron al Obispo que Juan Diego era un embaucador, mentiroso y hechicero y le advirtieron que no le creyera que sólo lo engañaba por lo que, si volvía, merecía ser castigado.
Mientras tanto, Juan Diego había llegado nuevamente al Tepeyac y encontró a María Santísima que lo aguardaba; Juan Diego se arrodilló ante ella y le comunicó todo lo que había acontecido en la casa del Obispo; quien le preguntó minuciosamente todo lo que había visto y oído, y le pidió una señal para que pudiera dar crédito a su mensaje.
María Santísima le agradeció a Juan Diego la diligencia e interés que había demostrado para cumplir su voluntad con palabras amables y llenas de cariño, y le mandó que regresara al día siguiente al mismo lugar y que ahí le daría la señal que solicitaba el Obispo.
Al día siguiente, Lunes once de Diciembre, Juan Diego no pudo volver ante la Señora del Cielo para llevar la señal al Obispo; pues su tío, de nombre Juan Bernardino, a quien amaba entrañablemente como si fuera su mismo padre, estaba gravemente enfermo de lo que los indios llamaban Cocoliztli;—- era la peste, lo que llamaban enfermedad contagiosa y para la que no había cura, era mortal y a lo largo de ese tiempo muchos murieron de esa terrible enfermedad, ésta y la viruela habían matado a miles de indígenas y la viruela fuer la que derrotó al gran monarca Cuitláhuac— – buscó un médico para lograr su curación pero no logró encontrar a nadie. Ya de madrugada, el martes doce de diciembre, el tío le rogó a su sobrino que se dirigiera al Convento de Santiago Tlatelolco a llamar a uno de los religiosos para que lo confesase y preparase porque era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida. Juan Diego se dirigió presuroso a Tlatelolco para cumplir la voluntad del moribundo y habiendo llegado cerca del sitio en donde se le aparecía la Señora del Cielo, reflexionó con candidez, que era mejor desviar sus pasos por otro camino, rodeando el cerro del Tepeyac por la parte oriente y, de esta manera, no entretenerse con la Madre de Dios y poder llegar lo más pronto posible al convento de Tlatelolco, pensando que más tarde podría regresar ante la Señora del Cielo para cumplir con llevar la señal al Obispo.
Pero María Santísima bajó del cerro y pasó al lugar donde hay una fuente de agua luminosa, salió al encuentro de Juan Diego y le dijo: ¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿A dónde vas, a dónde te diriges? El indio quedó sorprendido, confuso, temeroso y avergonzado, y le respondió con turbación y postrado de rodillas: Mi Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta: ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Con pena angustiaré tu rostro, tu corazón: te hago saber, Muchachita mía, que está muy grave un servidor tuyo, tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado, seguro que pronto va a morir de ella. Y ahora iré de prisa a tu casita de México, a llamar a algún de los amados de Nuestro Señor, de nuestros Sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a prepararlo; que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte. Mas, si voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu aliento, tu palabra, Señora, Jovencita mía. Te ruego me perdones, tenme todavía un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la menor, Niña mía, mañana sin falta vendré a toda prisa.
La madre de Dios escuchó la disculpa del indio con apacible semblante; comprendía, perfectamente, el momento de gran angustia, tristeza y preocupación que vivía Juan Diego, pues su tío, un ser tan querido, se encontraba moribundo; y es precisamente en este momento en donde la Madre de Dios le dirige unas de las más bellas palabras, las cuales penetraron hasta lo más profundo de su ser:
CONTINUARÁ