SILVIO MALDONADO B. // La voz del cronista de Jungapeo

Por ser tiempos navideños y de año nuevo vaya este cuento

CUENTO LARGO O

“DONDE ALICIA SE QUEDÓ PEN… RPLEJA”    I

Hermoso tiempo navideño para todos.

Mi amigo Bernardo estaba oralmente diarreico –suelto y desatado de la lengua— una tarde calurosa del mes de diciembre (mes de las flores a la Lupita, el de las multitudinarias y milenarias peregrinaciones mesoamericanas al Tepeyac, mes de los 46 rosarios domiciliados, uno por cada estrella del manto guadalupano), en aquel pintoresco pueblecillo michoacano, al que había ido de descanso en fin de semana y sin puente.

En un concurrido centro botanero libaba su tercer charro negro, por lo que podía decirse que no estaba tomado, sino que buscaba un refuerzo alcohólico para digerir el sustazo sufrido al haber presenciado muy de cerca los furiosos enfrentamientos entre los aguerridos miembros de La familia michoacana, y los diversos representantes de los cuerpos mexicanos de seguridad: policía federal, ejército, policía estatal, municipal y uno que otro de los de la Marina.

El susto había sido mayúsculo; ahí nomás a unos cuantos metros estaban un tráiler y un autobús incendiados y echando sus últimas y humeantes llamaradas; su propio automóvil tenía huellas de disparos rafagueados, y él mismo lucía un rozón superficial en la frente. Bernardo había sangrado levemente, y al sentir la sangre se metió en aquella cantinilla. Repito, no estaba borracho, pero al paso que llevaba su garganta, tres por uno en comparación con “su servilleta”, seguramente en poco tiempo conseguiría perder control y conciencia. Qué mejor, el miedo terminaría apaciguado entre los humos del alcohol.

El calor era atosigante y soporoso por lo que las cervezas –chelas, ahora las llaman- con su helado contenido sabían a gloria y resbalaban generosamente por mi galillo; de cierto, yo ingería cervezas y hacía a un lado los charros negros, cuestión de gustos. La tarde a punto de fenecer urgía a las avecillas a buscar cobijo en los árboles más cercanos. Murmullos del río cercano, trinos casi apagados de las aves en arrullo y voces parroquianas, ya distantes, ya inmediatas, ambientaban agradablemente el atiborrado recinto que marcaba temperaturas de más de cuarenta grados, cosa por demás cotidiana en aquellos territorios. Bernardo prendió su sexto cigarrillo, reclamó nuevo servicio y con la mirada vaga, prendida en la búsqueda de los recuerdos me dijo:

“La vida nos hace muchas jugadas contradictorias una y otra vez, como la que ahora nos está realizando aquí en México, particularmente, a mi familia y a mí. Has de saber que soy mezcla de mexicano y colombiano, de Medellín y de Chiapas, así que mis amigos y paisanos chiapanecos me dice pichichi…

La palabreja pichichi me cayó rara e ininteligible, y al calor de las cervezas ingeridas, la sentí como patada en los hué… rfanos de Apatzingán. No obstante, no quise interrumpir la plática, me eché unos sorbos lentos y prolongados de mi rica bebida; Bernardo, inspirado y bien metido en su relato continuó animosamente…

“Nací en Tapachula; mi padre fue colombiano; acá se atoró, enamorado de una bella chiapaneca, hermosa entre las hermosas. Pocos años tenía yo cuando las circunstancias lo obligaron, me refiero a mi padre, a regresar a la tierra de sus mayores. En Medellín viví, por eso, infancia, adolescencia y los primeros años de mi juventud. Fueron los tiempos agrestes y salvajes de malvados presidentes en línea (1950 – 1957): el Ing. Laureano Eleuterio Gómez Castro y el Ing. Teniente general Gustavo Rojas Pinilla, dos ratas corruptas sin credo y sin conciencia. Tiempos del imperio de la ley de la selva, crímenes, crecimiento magno desbordante e infiltrante del crimen organizado, corrupción política de funcionarios públicos, empresarial y de partidos políticos, narcotráfico, secuestros, violaciones, asesinatos a la carta, ya de civiles, funcionarios, o de candidatos, terrorismo servido en platillos cotidianos, en un entorno cada vez más pobre, miserable y laberíntico en el que lo mejor de la juventud se pierde y también se corrompe,  en el que caen baleados o descuartizados lo mejor de los luchadores sociales, periodistas, pacifistas, qué se yo…

“En pleno florecer de todas estas atrocidades –dice Bernardo-, primero de Laureano Gómez y luego del segundo en el orden, todo empeoró (cuando gobernaba Laureano, Rojas Pinilla era el comandante general de las Fuerzas Armadas de Colombia. En 1953, Rojas se cansó de las chingaderas de Laureano y le dio golpe de Estado. Resultó peor el remedio pinillino que la enfermedad laureanista). En una de esas empeoradas asesinaron a varios de mis compañeros por pintar bardas en contra del dictador segundo; a mí no me tocó de milagro…

“No sólo eso, fueron cayendo uno a uno, maestros,  juristas, muchos hombres y mujeres notables solidarios y amados por el pueblo. Entre gobierno y clero, desde el púlpito y principales foros periodísticos del Partido Conservador oficial, sea, prensa y púlpitos, salían a borbotones los calificativos para ellos, asaltantes, bandoleros, chusmeros, roba vacas y asesinos; después de las recias y constantes campañas publicitarias televisivas, curiosamente, aparecían cuerpos sin vida, mutilados, semidevorados por las fieras o en fosas comunes, mostrando huellas inequívocas de suplicios y torturas. Así ocurrió con Jorge Eliécer Gaitán, tenaz e incansable hombre de bien; pintaba para presidente; ofrecía llevar al cabo la reforma agraria, arrancarles el petróleo a los extranjeros, repartir mejor la riqueza nacional superconcentrada en unas cuantas manos.

Un aciago día de 1948, <se lo llevaron las fuerzas>, <se lo llevó la chusma>, dijo la gente- y fue asesinado por el gobierno…

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SILVIO MALDONADO BATUISTA

Silvio Maldonado Bautista. Dr. en Medicina por el IPN. Novelista. Director emérito del CIIDIR (Poner el nombre completo). Radica en Morelia, Michoacán.

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