Un tema que me hace sufrir es la impresión creciente de que los padres no están formando a los hijos en los valores de nuestra fe, los mismos que, a su vez, nosotros hemos recibido de nuestros padres y que han sido fundamento de nuestra identidad no sólo cristiana sino como pueblo. Con gran tristeza percibo lo que yo le llamo “miedo” (algunos lo llaman respeto), a comunicar un estilo de vida, una forma de ser, sustentado con una práctica religiosa que va mucho más allá del culto sino que nos conduce a una forma de ser, pensar y actuar. Si evocamos el ejemplo de María, nos damos cuenta que Jesús fue un perfecto hombre judío y un judío para siempre. Cómo su madre, desempeñó un papel decisivo en su formación y educación ya que para el judaísmo, es la mujer la que transmite la judeidad, es decir, es judío quien nace de una madre judía. Ella generó en su hijo la fe de sus Padres y la conciencia de la alianza con Dios, principalmente a través de la vida familiar. El contexto doméstico se considera, por tanto, una especie de «pequeño templo» en el que la mesa constituye «el altar» y la mujer es responsable de la liturgia doméstica y de la aplicación de las normas de pureza que rigen la vida cotidiana del judío observante.
La tradición judía subraya que la Torá, es decir, la Ley revelada en el Sinaí, fue entregada en primer lugar a las mujeres, ya que sin ellas la vida judía no sería posible, y por ello invita a los maridos a «escuchar» a sus esposas, pues es a través de ellas que las bendiciones llegan a la familia. La familia se convierte así en el núcleo más importante del judaísmo, dentro del cual el papel de la mujer es decisivo. Según los maestros judíos, es tarea de los hombres enseñar el contenido de la revelación, la Torá y el Talmud, mientras que la tarea de la mujer es transmitir la experiencia de la revelación, el sentido del misterio, sin el cual los contenidos no tendrían ningún valor y su estudio se convertiría en un ejercicio puramente intelectual. De ahí que sea siempre la mujer la que enciende y bendice las velas del sábado, simbolizando el don de la vida y la luz que ilumina los corazones. María cumplió plenamente este papel, como lo demuestran las dos visitas al templo de la familia de Nazaret, de las que nos informan los Evangelios: la de la circuncisión de Jesús y la de su ‘bar mitzvah’, la fiesta de los doce años o la mayoría de edad de un niño judío varón.
En su relación con Jesús, María muestra todo su respeto por la tradición de los Padres: es la madre judía que educa a su hijo, que le está sometido (Cf. 2,51), según la Ley del Señor. Madre atenta y tierna, vive todas las expectativas, los silencios, las alegrías y las pruebas que está llamada a pasar toda madre que acompaña a un hijo por la vida, por eso es significativo que no siempre lo entienda todo de él (así en Lc 2,50, tras el descubrimiento de Jesús y su respuesta). Avanza en la noche, confiando en Dios, amando y protegiendo a su manera a ese hijo tan pequeño y tan grande, con una mezcla de cercanía y doloroso desprendimiento, que hacen de ella un verdadero modelo de maternidad. Los hijos se engendran en el dolor y el amor a lo largo de la vida. Así, María se ofrece como un modelo significativo de Madre, capaz de una acción educativa hecha de implicación total, de compartir el tesoro del corazón, de humilde paciencia, pero a la vez, de firmeza y claridad de su amor como en su decidida intervención en Caná (Cf. Jn 2,4).
Yo no soy padre y no puedo definir la belleza de ese sentimiento de progresividad pero, en mi opinión, debe ser un continuo de confianza absoluta en el Señor Dios Eterno, único Absoluto y una manifestación de lo que es verdadero y jamás pasa de moda, como lo son nuestros valores más auténticos. Por lo tanto, creo que es urgente que caigamos en cuenta de la magnitud de nuestra responsabilidad como generadores y testigos de la vida que viene de lo alto. Como padres de familia, como abuelos, como sacerdotes y amigos, todos en conjunto, ¿nos esforzamos por ser como María en su relación con Jesús: cercanos con ternura a los que nos han sido confiados y respetuosos con la auténtica libertad y el misterio de cada uno? ¿Confiamos realmente en Dios y juntos, sin rehuir ninguna de nuestras responsabilidades, somos capaces de formar la conciencia, de escuchar a todos pero sin faltar nunca a nuestro deber de dar testimonio de la verdad que es la única que libera y salva y que es Jesús mismo? Como María ante el niño Jesús, debemos estar siempre descalzos ante los que nos han sido confiados, pues es un terreno sagrado el que pisamos cuando vivimos la relación familiar, la formación y el ministerio de la reconciliación.