Discurso del Papa ante el alcalde de Roma, los concejales del gobierno municipal y otras autoridades en ocasión de su visita al Capitolio
(ZENIT Noticias / Roma, 10.06.2024).- Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso que pronunció el Papa en la Sala Senatorial del Capitolio de Roma en ocasión de su visita al alcalde.
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Señor Alcalde
Señoras y Señores
Concejales del Ayuntamiento de Roma,
Distinguidas Autoridades,
Queridos amigos
Agradezco al Señor Alcalde la invitación de bienvenida y las amables expresiones que me ha dirigido; y agradezco a la Presidenta de la Asamblea Capitolina sus palabras de bienvenida. Saludo a los Consejeros y Concejales del Ayuntamiento, a los Representantes del Gobierno, a las demás Autoridades presentes y a todos los ciudadanos de Roma.
Al volver a visitaros, tengo sentimientos de gratitud y de alegría. Vengo a encontrarme con vosotros y, a través de vosotros, con toda la ciudad, que casi desde su nacimiento, hace unos 2.800 años, ha tenido una clara y constante vocación de universalidad. Para los fieles cristianos, este papel no era fruto de la casualidad, sino que correspondía a un designio providencial.
La antigua Roma, por su desarrollo jurídico y su capacidad organizativa, y por la construcción a lo largo de los siglos de instituciones sólidas y duraderas, se convirtió en un faro al que muchos pueblos acudían en busca de estabilidad y seguridad. Este proceso le permitió ser un centro irradiador de civilización y acoger a gentes de todas las partes del mundo e integrarlas en su vida civil y social, hasta el punto de hacer que no pocos de ellos asumieran las más altas magistraturas del Estado.
Esta antigua cultura romana, que sin duda experimentó muchos y buenos valores, necesitaba por otra parte elevarse, enfrentarse a un mensaje mayor de fraternidad, amor, esperanza y liberación.
La aspiración de aquella civilización, que había alcanzado la cima de su florecimiento, ofrece otra explicación de la rápida difusión del mensaje cristiano en la sociedad romana. El luminoso testimonio de los mártires y el dinamismo de caridad de las primeras comunidades de creyentes interceptaron la necesidad de escuchar nuevas palabras, palabras de vida eterna: el Olimpo ya no era suficiente, había que ir al Gólgota y a la tumba vacía del Resucitado para encontrar las respuestas al anhelo de verdad, justicia y amor.
Esta Buena Nueva, la fe cristiana, impregnaría y transformaría con el tiempo la vida de las personas y de las propias instituciones. Habría ofrecido a las personas una esperanza mucho más radical e inédita; habría ofrecido a las instituciones la posibilidad de evolucionar hacia un estadio superior, abandonando gradualmente -por ejemplo- una institución como la esclavitud, que incluso a tantas mentes cultas y corazones sensibles había parecido un hecho natural y asumido, en absoluto susceptible de abolición.
Esto de la esclavitud es un ejemplo muy significativo de que incluso las civilizaciones refinadas pueden tener elementos culturales tan arraigados en la mentalidad de los individuos y de la sociedad en su conjunto que dejan de percibirse como contrarios a la dignidad del ser humano. Lo mismo ocurre hoy, cuando, casi inconscientemente, a veces corremos el riesgo de ser selectivos y parciales en la defensa de la dignidad humana, marginando o descartando a determinadas categorías de personas, que acaban encontrándose sin una protección adecuada.
A la Roma de los Césares sucedió -por así decirlo- la Roma de los Papas, sucesores del Apóstol Pedro, que «presidieron en la caridad» a toda la Iglesia y que, en algunos siglos, tuvieron que desempeñar también un papel de sustitución de los poderes civiles en el progresivo desmoronamiento del mundo antiguo, y a veces, con comportamientos desafortunados. Muchas cosas cambiaron, pero la vocación de universalidad de Roma fue confirmada y exaltada. Si, en efecto, el horizonte geográfico del Imperio romano tenía su corazón en el mundo mediterráneo y, aunque muy vasto, no abarcaba toda la Orbe, la misión de la Iglesia no tiene fronteras en esta tierra, porque debe dar a conocer a Cristo, su acción y sus palabras de salvación a todos los pueblos.
Tras la Unificación de Italia, se abrió una nueva fase en la que, después de contrastes e incomprensiones con el nuevo Estado unitario, en el contexto de lo que se llamó la «Cuestión romana», se llegó hace 95 años a la Conciliación entre el poder civil y la Santa Sede.
Este año se cumple el 40 aniversario de la revisión del Concordato. En él se reafirmó que el Estado italiano y la Iglesia católica son, «cada uno en su orden, independientes y soberanos, comprometiéndose a respetar plenamente este principio en sus relaciones y a cooperar mutuamente para la promoción de la humanidad y el bien del país» (art. 1 del Acuerdo sobre la revisión del Concordato, 3 de junio de 1985).
Roma siempre ha confirmado, incluso en estas fases históricas más recientes, su vocación universal, como atestiguan los trabajos del Concilio Ecuménico Vaticano II, los diversos Años Santos celebrados, la firma del Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea, así como del Tratado constitutivo de la Corte Penal Internacional, los Juegos Olímpicos de 1960 y las Organizaciones Internacionales, en particular la FAO, que tienen su sede en Roma.
Ahora Roma se prepara para acoger el Jubileo de 2025. Este acontecimiento es de carácter religioso, una peregrinación orante y penitente para obtener de la misericordia divina una reconciliación más completa con el Señor. Sin embargo, no puede dejar de implicar también a la ciudad en cuanto a los cuidados y las obras necesarias para acoger a los numerosos peregrinos que la visitarán, además de los turistas que vienen a admirar su inmenso tesoro de obras de arte y las grandiosas huellas de los siglos pasados. Roma es única. Por eso, el próximo Jubileo puede tener también un impacto positivo en la fisonomía misma de la ciudad, mejorando su decoro y haciendo más eficaces los servicios públicos, no sólo en el centro, sino también acercando el centro a la periferia. Esto es muy importante, porque la ciudad está creciendo y esta atención, esta relación, es cada día más importante. Y por eso me gusta ir a visitar las parroquias de la periferia, para que sientan que el obispo está cerca de ellas; porque es muy fácil estar cerca del centro -yo estoy en el centro-, pero ir a visitar la periferia es la presencia del obispo allí.
Es impensable que todo esto pudiera desarrollarse de manera ordenada y segura sin la colaboración activa y generosa de las Autoridades del Municipio Capital y de las nacionales. A este respecto, agradezco vivamente a las Autoridades municipales su empeño en preparar Roma para acoger a los peregrinos del próximo Jubileo, y doy las gracias al Gobierno italiano por su plena disponibilidad a cooperar con las Autoridades eclesiásticas para el éxito del Jubileo, confirmando la voluntad de cooperación amistosa que caracteriza las relaciones mutuas entre Italia y la Santa Sede, que son relaciones humanas. Muchas veces, la mezquindad puede llevarnos a pensar que las relaciones son de dinero: no, esto es secundario. Son relaciones humanas entre autoridades.
Roma es una ciudad con un espíritu universal. Este espíritu quiere estar al servicio de la caridad, al servicio de la acogida y de la hospitalidad. Que los peregrinos, los turistas, los emigrantes, los desamparados, los más pobres, los solitarios, los enfermos, los presos, los excluidos sean los testigos más verdaderos de este espíritu -por eso he decidido abrir una Puerta Santa en una cárcel- y que den testimonio de que la autoridad es plenamente tal cuando se pone al servicio de todos, cuando utiliza su legítimo poder para responder a las necesidades de los ciudadanos y, en particular, de los más débiles, de los últimos. Y esto no es sólo para vosotros, políticos, es también para los sacerdotes, para los obispos. Cercanía, cercanía al pueblo de Dios para servirle, para acompañarle.
Que Roma siga mostrando su rostro, un rostro acogedor, hospitalario, generoso, noble. La enorme afluencia a la Urbe de peregrinos, turistas y emigrantes, con todo lo que significa en términos de organización, podría verse como un agravante, una carga que ralentiza y entorpece el normal discurrir de las cosas. En realidad, todo esto es Roma, su especificidad, única en el mundo, su honor, su gran atractivo y su responsabilidad hacia Italia, hacia la Iglesia, hacia la familia humana. Cada uno de sus problemas es el «reverso» de su grandeza y, de ser un factor de crisis, puede convertirse en una oportunidad de desarrollo: civil, social, económico, cultural.
El inmenso tesoro de cultura e historia que yace en las colinas de Roma es el honor y el peso de su ciudadanía y de sus gobernantes, y espera ser valorado y respetado como es debido. Que todos sean conscientes del valor de Roma, del símbolo que representa en todos los continentes -no olvidemos el mito del origen de Roma como renacimiento de las ruinas de Troya- y que se confirme, o mejor, que crezca la colaboración activa recíproca entre todos los poderes que allí residen, para una acción coral y constante que la haga aún más digna del papel que el destino, o más bien la Providencia, le tiene reservado.
Desde hace décadas, desde que era un joven sacerdote, tengo devoción a la Salus Populi Romani, y cada vez que iba a Roma acudía a ella. A ella, a la Salus Populi Romani, le pido que vele por la ciudad y por el pueblo de Roma, que infunda esperanza y suscite caridad, para que, confirmando sus más nobles tradiciones, siga siendo, también en nuestro tiempo, faro de civilización y promotora de paz. Gracias.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.