P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Cuando en la Eucaristía hacemos este hermoso ofrecimiento al Padre: “por Cristo con Él y en Él”, queremos expresar nuestro deseo de que todo lo que hacemos unidos a Cristo tiene un «valor salvífico». Y estamos llamados no sólo a hacer el bien a un nivel natural, sino, además, unirlo a Cristo en esa ofrenda que hace Él, al Padre. Hay que recordar, también, que la vida virtuosa de un cristiano está llamada un «continuo crecimiento» y para esto es necesario el concurso de la gracia por lo que es imprescindible crecer en la gracia y hay que «crecer en Cristo». Hay un montón de imágenes bíblicas que nos hablan de este crecimiento como cuando se afirma que el justo es como una palmera que crece en los atrios del Señor o que el cristiano recibe de Dios, su vida como una semilla que tiene que ir creciendo. O, “Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es bueno” (1ª Pedro 2, 3)
Para San Pablo, “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error, antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor” (Efesios 4, 13 – 16). O en la carta a los corintios cuando afirma: “Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios” (1ª corintios 3, 7-9).
Podemos insistir en la educación, o forjar una estrategia humana para crecer en una virtud, sin embargo, no debemos olvidar que es Dios quien da el crecimiento, es la gracia de Dios la que está haciendo que podamor adelantar en la vida cristiana. Con la ayuda de Dios, las virtudes forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien; o lo que es lo mismo: «en las obras buenas que Dios me da la gracia de poder realizar». Es necesario que nos acostumbremos a este lenguaje. Este es un don muy grande, y tenemos que caer en cuenta de ello; de lo que dice San Pablo: «¿Qué tengo yo que no haya recibido? Por la gracia de Dios soy lo que soy». Si hacemos obras buenas es porque somos asistidos por esa gracia de Dios. El Magisterio de la Iglesia es muy claro en este sentido cuando afirma: En toda obra buena no es que yo empiece y luego recibiré un «plus de la gracia». No es así. Es la gracia la que nos inspira primero la fe y el amor para realizar esas obras virtuosas.
Todas las virtudes que ejercitamos en la tierra están en tensión hacia la eternidad: aquí velamos en la espera de que el Señor nos colme de sus dones y comenzamos a vivir aquellas actitudes de fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, que representan la anticipación de la vida futura. Por eso, en la tierra, las virtudes están en camino, progresan, crecen hacia la plenitud de la visión beatífica y, cuando las vemos presentes en nosotros, nos advierten que estamos en el camino correcto hacia la patria eterna. Comprendemos, pues, que la reflexión sobre las virtudes no nos ayuda simplemente a profundizar en nuestros conocimientos catequéticos o teológicos, sino que nos permite vivir mejor, comprometernos a ser más buenos, más justos, más verdaderos, porque nos apasiona el maravilloso plan que Dios tiene para cada uno de nosotros, un plan de expansión humana y divina.
No es casualidad que el Catecismo de la Iglesia Católica trate de las virtudes en la parte dedicada a «La vocación del hombre»; deben entusiasmarnos y enamorarnos de esta vocación. «El fin de una vida virtuosa», escribe San Gregorio de Nisa, «consiste en llegar a ser como Dios». Hay un segundo beneficio de reflexionar sobre las virtudes. No sólo nos entusiasman con el plan de Dios sobre nosotros, sino que nos ayudan a ordenar nuestra vida, a clarificar lo que es bueno (virtud) y lo que es malo (vicio). Las grandes actitudes de vida según Cristo nos hacen distinguir -en nuestra cotidianidad personal, familiar, social, eclesial- los comportamientos positivos de los negativos, nos hacen discernir lo mejor de lo mediocre (no sólo lo bueno de lo malo), lo auténtico de lo falso, de lo espurio, de lo no genuino. La operación no siempre es fácil, y es precisamente una buena doctrina sobre las virtudes la que nos enseña a decir, por ejemplo: estos jóvenes que estamos educando van por un camino auténtico; o bien: estos jóvenes no van bien y hay que cambiar de método.
Domingo 28 de julio de 2024.