La virtud teologal por la que creemos en Dios

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Hasta ahora, hemos reflexionado sobre las cuatro virtudes cardinales -prudencia, justicia, fortaleza, templanza- que son características de todo hombre honesto y, por lo tanto, también pueden ser las virtudes de un buen pagano.  De hecho, las encontramos en el pensamiento filosófico de Sócrates tal como lo presenta Platón y en los tratados de Platón y Aristóteles. Pensemos, por ejemplo, que San Ambrosio habla de ellas apoyándose en los escritos de Cicerón, mostrando así que no desdeña en absoluto la gran sabiduría pagana. Es conveniente y necesario dar un salto cualitativo para considerar las tres virtudes que son específicamente bíblicas, es decir, la fe, la esperanza y la caridad. En su unidad inseparable, San Pablo nos las presenta desde su primera Epístola, la Carta a los Tesalonicenses cuando afirma: «Tenemos siempre presente ante Dios y Padre vuestro esfuerzo en la fe, vuestra laboriosidad en la caridad y vuestra constante esperanza en nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes 1,3).

La tríada virtuosa establecida en la epístola paulina, la encontraremos en el Nuevo Testamento, en los escritos y en la catequesis de los Padres de la Iglesia. Estas tres actitudes son muy importantes y están siempre interconectadas, porque son propias del cristiano. Evidentemente, nuestro testimonio como discípulos de Cristo se cualifica por la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, pero a medida que éste es más maduro, estamos llamados a profundizar la fe, la esperanza y la caridad. Esta tríada constituye la respuesta global al Dios trino revelado en Jesucristo; son, pues, virtudes vinculadas a la revelación sobrenatural. Sin ella, no tendrían sentido ni la fe, que es el «sí» al Dios que se revela; ni la esperanza, que se apoya en las promesas divinas de vida eterna; ni la caridad, que significa amar como Dios mismo ama. El ejercicio consciente y continuo de estas tres virtudes nos permite presentarnos como cristianos que, libremente, hemos optado por seguir al Señor, siguiendo los criterios de Jesús.

 Las tres virtudes se apoyan en el amor de Dios, en la manifestación de su amor al hombre en Jesús. Por eso se llaman teologales o divinas. No sólo porque se refieren a Dios, sino también porque es Dios quien las hace posibles, quien nos ofrece la gracia de creer, esperar y amar. Tienen por objeto a Dios y al mismo tiempo nos vienen de su benevolencia, son la vida divina en nosotros, la respuesta que el Espíritu Santo suscita en nosotros ante la palabra de Dios. Si por nosotros mismos somos capaces de ser fuertes, justos, prudentes y templados, no somos capaces de creer, esperar y amar si Dios no toma la iniciativa, gratuita y libremente, de infundirnos esta tríada de virtudes. Intentemos, pues, responder estas cuatro preguntas: ¿Qué es la fe? ¿Qué es la fe en nuestra vida? ¿Por qué creer? ¿Cuáles son las dificultades en el camino de la fe?

fe es un bien tan grande que es más fácil explicarlo con ejemplos que con palabras. Es la actitud de Abraham que responde «Heme aquí» al Señor que le llama para ponerle a prueba (Gn 22,1). Es la actitud de Moisés que responde «Heme aquí» a Aquél que le llama desde la zarza ardiente (Ex 3,4).

Es la actitud de Samuel que dice «Heme aquí» al Dios que le llama por la noche (Sm 3,4.10). Es también la actitud de María, que responde al ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). El Catecismo de la Iglesia Católica, al citar el número 5 de la Constitución conciliar Dei Verbum enfatiza que, «Por la fe, el hombre entrega libremente todo a Dios». La fe es nuestro decir «sí» a Dios que se revela, que se nos presenta y nos habla. El verbo «creer» y la palabra «fe» se repiten con mucha frecuencia en todos los escritos del Nuevo Testamento, porque la fe es el punto de partida de nuestro actuar, y, por lo tanto, la primera fuente de nuestra adhesión a Dios.

Mientras que en el Antiguo Testamento el «sí» del hombre se refiere a diversas acciones divinas (el Señor que salva, que llama, que libera, que invita), en el Nuevo Testamento, la fe se concreta en la salvación que Dios nos propone en Jesús. Es, pues, un acto decisivo, fundamental, por el que cada uno de nosotros acoge, acepta la revelación del designio salvífico en Cristo Jesús, muerto y resucitado, que nos da el Espíritu. Esta es la Buena Nueva, el Evangelio, al que respondemos diciendo «creo», y por tanto es también el contenido del Símbolo que recitamos en la Misa dominical o en nuestras oraciones personales. Resumimos todo esto proclamando, en el signo de la cruz, el nombre «del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», signo que caracteriza al creyente cristiano. Como lo afirma el número 1814 del Catecismo de la Iglesia Católica; «la fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios» -le decimos «sí», confiamos en Él- «y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la santa Iglesia nos propone creer, porque Él es la verdad misma».

Domingo 6 de octubre de 2024.

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