P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

El pasado 27 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el Papa León XIV presidió la concelebración eucarística en la basílica de San Pedro, durante la cual confirió la ordenación sacerdotal a 32 seminaristas de diferentes colegios romanos. Con la Eucaristía, se dio por concluido el jubileo de seminaristas, sacerdotes y obispos. El Papa invitó a los sacerdotes a volver a sumergir sus vestiduras bautismales y sacerdotales en el Corazón del Salvador, haciendo memoria del día de su ordenación. Hizo especial énfasis en que el sacerdote está llamado a ser un pastor que cuida su rebaño, contando sus ovejas una por una; va en busca de las perdidas, cura a las heridas, sostiene a las débiles y enfermas (cf. Ez 34,11-16). Enfatizó que, en un tiempo de grandes y terribles conflictos, estamos llamados a profundizar el amor del Señor, a dejarnos abrazar y moldear y con Él, luchar para desterrar divisiones y odios. Conscientes de nuestras limitaciones, defectos e inconsistencias, el Señor nos invita a abandonarnos a la acción transformadora de su Espíritu que habita en nosotros, en un camino diario de conversión.
El sacerdocio -dijo- se fundamenta en la conciencia de que el Señor nunca nos abandona y nos acompaña siempre. La llamada viene de Dios y por eso, es fiel, no falla jamás y, con esa confianza, estamos llamados a cooperar con Él, ante todo, poniendo la Eucaristía en el centro de nuestra existencia ya que ésta es «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, n. 11). La unidad de vida sacerdotal no tiene otra fuente sino «la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia» (Presbiterorum ordinis, n. 18); y, por último, con la oración, la meditación de la Palabra de Dios y el ejercicio de la caridad, conformando cada vez más nuestro corazón al del «Padre de las misericordias» (PO, n 18). Responder a la vocación implica la invitación continua para unirnos íntimamente a Jesús (PO, n. 14), semilla de concordia entre los hermanos, cargando sobre nuestros hombros a los que se han perdido, perdonando a los que se han equivocado, yendo en busca de los que se han alejado o han quedado excluidos, cuidando a los que sufren en el cuerpo y en el espíritu, en un gran intercambio de amor que, naciendo del costado traspasado del Crucificado, circunda a todos los hombres e impregna al mundo.
Recordó al Papa Francisco quien afirmaba: «De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva» (Dilexit nos, 219), el Santo Padre enfatizó que el servicio sacerdotal es un ministerio de santificación y reconciliación para la unidad del Cuerpo de Cristo (LG, n. 7). Por eso -mencionó-, el Concilio Vaticano II pide a los presbíteros que hagan todo lo posible por «conducirlos a todos a la unidad de la caridad» (PO, n. 9), armonizando las diferencias para que «nadie se sienta extraño» (PO, n. 9). Y les recomienda que estén unidos al obispo y al presbiterio (PO, nn. 7-8). En efecto, cuanto mayor sea la unidad entre nosotros, tanto más sabremos llevar también a los demás al redil del Buen Pastor, para vivir como hermanos en la única casa del Padre. Es verdad que, si los sacerdotes no damos ejemplo de comunión y unidad, tampoco seremos testigos creíbles de la verdad y daremos ocasión no sólo de críticas ácidas sino de escándalos justificados.
León XIV evocó que, el 18 mayo, en la misa solemne del inicio de su pontificado, confesó ante el Pueblo de Dios que desea: «una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». Así lo reiteró a todos los sacerdotes cuando formuló su anhelo de que «reconciliados, unidos y transformados por el amor que brota abundantemente del Corazón de Cristo, caminemos juntos tras sus huellas, humildes y decididos, firmes en la fe y abiertos a todos en la caridad, llevemos al mundo la paz del Resucitado, con esa libertad que nace de sabernos amados, elegidos y enviados por el Padre». Finalmente, el Santo Padre elenco una serie de consejos a los neo ordenandos de los que destaco algunos: «Amen a Dios y a los hermanos, sean generosos, fervorosos en la celebración de los sacramentos, en la oración —especialmente en la adoración— y en el ministerio; sean cercanos a su grey, donen su tiempo y sus energías a todos, sin escatimarse, sin hacer diferencias, como nos enseñan el costado abierto del Crucificado y el ejemplo de los santos […]. Nuestro mundo propone muchas veces modelos de éxito y prestigio discutibles e inconsistentes. No se dejen embaucar por ellos. Miren más bien el sólido ejemplo y los frutos del apostolado, muchas veces escondido y humilde, de quien en la vida ha servido al Señor y a los hermanos con fe y dedicación, y mantengan su memoria con su fidelidad. Encomendémonos finalmente todos a la maternal protección de la Bienaventurada Virgen María, Madre de los sacerdotes y Madre de la esperanza, que sea ella quien acompañe y sostenga nuestros pasos, para que podamos configurar cada vez más nuestro corazón con el de Cristo, sumo y eterno Pastor».
Domingo 13 de julio de 2025.