Ante la carestía, familias mexicanas con bajos ingresos buscan alternativas para hacer rendir el gasto; compran alimentos a granel, sustituyen productos, evitan comer carne y reciclan ropa
Para lograr que alcance el presupuesto, muchos mexicanos compran en los mercados en lugar del súper, procuran hacer el mandado en la Central de Abasto o sustituyen los alimentos más caros por marcas libres o evitan consumirlos. Otros dejan de lado algunos.
El brote inflacionario ha despertado el ingenio de millones de familias mexicanas que viven al día para darle la vuelta a la carestía.
No se rinden, pues cada mañana buscan alguna alternativa a fin de hacer rendir el gasto.
Para apretarse el cinturón, algunos le ponen más agua a los frijoles, compran productos a granel, procuran hacer el mandado en la Central de Abasto, lo caro lo sustituyen, reciclan ropa. Otros ya no se dan sus “gustitos” y racionan los alimentos.
“Cuando comemos pollo, en vez de ir al mercado o al tianguis, voy al depósito que está cerca de mi casa. Si no hay mucho dinero las pechugas las reemplazo por muslos en bistec”, dice Marisela Vélez, que vive en una unidad habitacional en avenida Cafetales, en el sur de la Ciudad de México.
El kilo de muslo se vende a 70 pesos, mientras que el de pechuga a 140 pesos, explica.
Desde hace mucho ya no consume carne ni aguacate a menos que vaya a la Central de Abasto porque los considera un lujo por lo caro. Ahí hay subastas y se pueden comprar verduras y fruta a mitad del precio de un mercado o el súper.
Marisela es ama de casa y forma parte de 28.7% de los hogares encabezados por mujeres en México, según los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares del Inegi.
Hace más de 10 años está separada, tiene dos hijos. Vende ensaladas y postres entre sus vecinos y saca adelante los gastos del hogar con el apoyo de su hija que ya encontró trabajo.
En su lista del mandado desapareció la mayonesa, café, azúcar y el cereal. Dejaron de gastar en los antojitos del fin de semana, para darle prioridad a otros alimentos, como leche y tortillas, aunque no compra el kilo.
De vez en cuando se da una vuelta a las tiendas 3B para buscar productos de marcas alternativas porque, “aunque no son las mejores, salen buenas”. Comenta que su tía tiene otra economía con más posibilidades, pero aun así “le llora y suministra”.
Consumidores resilientes
Marisol Huerta, analista especializada en consumo del grupo financiero Ve por Más, explica que por esa razón las tiendas de autoservicio están ideando estrategias y buscan negociaciones con sus proveedores para ofrecer atractivas ofertas o no subir precios para mantener sus ventas.
Sobre todo en la temporada de verano, como Julio Regalado y otras estrategias de volumen para dar tres productos por el precio de dos, señala.
Les está funcionando para minimizar el impacto de la inflación, pues la respuesta de los consumidores ha sido buena porque también se van por las marcas libres para ahorrar.
“El tráfico en las tiendas de autoservicio se mantiene porque tenemos a un consumidor resiliente que no ha dejado de acudir, aunque compran con más cautela; lo mismo en ventas en línea”, subraya la experta.
En julio, el consumo privado comenzó a debilitarse, pero la analista estima que al cierre del año podría repuntar con los bonos y aguinaldos.
Guacamole sin aguacate
Gabriel Pérez del Peral, académico de la Escuela de Gobierno y Economía de la Universidad Panamericana, dice que la historia para familias que se encuentran en el decil más bajo, es decir, de menores ingresos, es otra.
Son los que no tienen cómo defenderse ante la mayor inflación de las últimas dos décadas. Sacrifican gastos de primera necesidad y recomponen el presupuesto familiar, dando prioridad a los alimentos para los hijos más pequeños.
Los más bendecidos reciben remesas de algún pariente que trabaja en Estados Unidos o Canadá para consumo interno, pero no son ni la cuarta parte de la población, destaca el académico.
Esa es la situación en la que se encuentra José Encarnación Sánchez, jefe de familia que vende nieves y helados.
Se las vio duras cuando el kilo de limón subió a 80 pesos. Sustituyó ese cítrico por el melón.
Con voz baja, comenta resignado que ya no se acuerda a qué sabe el aguacate. Dejó de comerlo desde hace tiempo. Antes, formaba parte de su comida, mientras trabaja, para aderezar sus tacos de chicharrón.
Hoy si le va bien, entretiene a la panza con una quesadilla, mientras regresa a su casa en Tecámac, en el Estado de México, para comer.
Como le gusta el guacamole, su esposa lo prepara sin aguacate, con una receta que le pasó su prima que labora en una taquería; así la libran para no perder a la clientela.
Es una mezcla de cebolla, ajo, chiles jalapeños y habaneros, que medio se fríen antes de licuarlos con cilantro, sal y consomé en polvo. Si el picante está caro, lo reemplaza con algunas calabazas y tomates verdes.
José Encarnación, padre de tres niños, ya no gasta en cigarros, único “gustito” que se daba por las noches. Le consuela haber abandonado el vicio porque además de que ya no le alcanza, cobró conciencia de lo maligno que es para la salud después de que le dio Covid-19, cuenta.
No se enteró de que el Inegi dio a conocer que la inflación fue de 8.6% en la primera quincena de agosto, porque basta con ver que cuando los marchantes no ponen letreros con el precio de las verduras o frutas, significa que subieron mucho.