P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Bruno Ferrero nos cuenta la historia de dos guijarros, del tamaño de una castaña, tirados en la orilla de un arroyo. Yacían entre miles de otros guijarros, grandes y pequeños, pero sobresalían de todos los demás, porque eran de un color azul intenso. Cuando un rayo de sol los acariciaba, brillaban como dos fragmentos de cielo caídos en el agua. Los dos sabían muy bien que eran las piedras más bonitas del arroyo y se jactaban de ello desde la mañana hasta la noche. Miraban con lástima a los otros guijarros que eran grises, blancos, rayados, rojizos, moteados. «¡Somos los hijos del cielo!», gritaban cuando algún guijarro plebeyo se acercaba demasiado. «¡Mantengan la distancia! Tenemos sangre azul. No tenemos nada que ver con ustedes». Eran, en suma, dos guijarros chocantes e insufribles. Se pasaban el día pensando en qué se convertirían en cuanto alguien los descubriera. «Seguro que acabamos engarzados en algún collar junto a otras piedras preciosas como nosotros». «En el fino dedo blanco de alguna gran dama». «En el collar de la Reina de Holanda. En el broche de la corbata del Rey de España. Nos espera una gran vida. Hoteles de lujo, cruceros, bailes, fiestas, recepciones… Iremos hasta Katmandú».
Una buena mañana, mientras los rayos del sol jugaban con el espumoso encaje de los guijarros más grandes, la mano de un hombre entró en el agua y recogió los dos guijarros azules. «¡Sí!» gritaron los dos al unísono. «Aquí vamos». Terminaron en una caja de cartón junto con otros guijarros de colores. «Nos quedaremos allí muy poco», dijeron, seguros de su indiscutible belleza. Sin embargo, esto duró más de lo esperado. Los dos guijarros eran siempre revueltos por manos ásperas hasta que fueron los últimos que quedaban en la caja. Entonces una mano los agarró y los incrustó de mala gana contra la pared, en medio de otros guijarros, en un lecho de cemento terriblemente pegajoso. «¡Oye! ¡Tranquilo! Somos preciosos, nosotros», gritaron los guijarros azules. Pero dos sonoros golpes de martillo los hundieron aún más en el hormigón. Lloraron, suplicaron, amenazaron, pero, no había nada que pudieran hacer. Los dos guijarros se encontraron clavados en la pared. La amargura y la decepción los llenaron de brillo púrpura. «¡Bola de imbéciles, burros e incompetentes! No han entendido nuestra importancia».
El tiempo comenzó a pasar de nuevo, lentamente. Los dos guijarros azules estaban cada vez más enfadados y sólo pensaban en una cosa: escapar. Pero no era fácil eludir el agarre del hormigón, que era inflexible e incorruptible. Los dos guijarros no perdieron el valor. Se hicieron amigos de un chorrito de agua, que corría sobre ellos de vez en cuando. Cuando estuvieron seguros de la lealtad del agua, le pidieron el favor que tanto apreciaban. «Ponte debajo de nosotros, por favor. Y sácanos de este maldito muro». El agua no lo dudó dos veces. Le apasionaba infiltrarse en las paredes y sentía un gran placer al inundar las grietas y el hormigón desmoronado. Hizo lo que pudo y al cabo de unos meses los guijarros ya bailaban un poco en su nicho de hormigón. Finalmente, una noche húmeda y fría: ¡Tac!, ¡Tac! Y los dos guijarros cayeron al suelo. «¡Somos libres!», exclamaron llenos de profundo regocijo.
Y mientras estaban en el suelo echaron una mirada hacia lo que había sido su prisión. “¡Ooooh!» La luz de la luna que entraba por un gran ventanal iluminaba un hermoso mosaico. Miles de guijarros de colores formaban la figura de Nuestro Señor. Era el Jesús más hermoso que los dos guijarros habían visto jamás. Pero el rostro… el dulce rostro del Señor, en verdad tenía algo extraño, pues parecía el de un ciego. Sus ojos carecían de pupilas. «¡Oh, no!» Los dos guijarros se comprimieron de angustia. ¡Ellos eran las pupilas de Jesús!¡Quién sabe lo bien que se veían, cómo brillaban, cómo se admiraban allí arriba! Se arrepintieron amargamente de su decisión. ¡Qué tontos habían sido! Pero era ya demasiado tarde porque, por la mañana, un sacristán despistado tropezó con los dos guijarros y, como en la sombra y el polvo todos los guijarros son iguales, los recogió y, refunfuñando, los tiró al bote de basura.
¡Cuántas veces nos hemos sentido superiores a los demás y hemos perdido el tiempo en presumir lo que tenemos y alardear lo que supuestamente valemos! Olvidamos que es la vida ordinaria la que nos permite constatar lo que realmente tiene valor. Cuánto nos ayudaría olvidar las quejas, los resentimientos y los rencores; sin embargo, esperamos a que sean los demás quienes tomen la iniciativa. Estamos tan inmersos en la monotonía, las preocupaciones del trabajo, el miedo a la violencia y la inseguridad, que no disfrutamos los milagros que nos rodean cada día. No olvidemos que la verdadera felicidad se construye mediante detalles que hacen más llevadero el terrible cotidiano, el hiriente silencio o la soledad de la distancia. Nos convendría no desestimar jamás el poder de las cosas simples: el regalo de una flor sin tener que esperar a enviar un ramo a una funeraria; una llamada por teléfono, dar y pedir perdón, una palabra de consuelo, antes que deber ir forzadamente a un velorio o visitar una tumba abandonada en el cementerio. O, simple y sencillamente, antes que la vida nos tire al bote de la basura.
Domingo 6 de noviembre de 2022