Hace algunos años, cuando hacía la investigación para el doctorado, en Madrid, una pareja de amigos -Elena y Thibault-, se iban a casar y me pidieron que los ayudara en el proceso de preparación para vivir el sacramento del matrimonio. Cuando me preparaba para las sesiones que habíamos planeado para nuestros coloquios, experimenté una sensación de absoluta ignorancia para abordar cualquier tema. Desconocía absolutamente la problemática de los matrimonios y su lucha cotidiana para afrontar la vida de pareja. Había estudiado la Teología Sacramentaria y la Moral Sexual, sí, y, tal vez, conocía los aspectos teóricos fundamentales de lo que la Iglesia enseña para quienes deciden vivir su vocación personal desde el matrimonio. Sin embargo, ¿cómo hablar del matrimonio cuando no había tenido esa experiencia? Tenía el ejemplo de mis padres, es verdad, pero me parecía que necesitaba algo más externo en el que no mezclara mi gran cariño a ellos e intentara ser más objetivo en el llamar a las cosas por su nombre: positivas y negativas.
Recurrí entonces a otra pareja de amigos – Julia y José Manuel, quienes ahora son realmente mis hermanos-. Ellos me habían dado un testimonio muy valioso de lo que significa ser pareja cristiana en un mundo en el que, la familia, está amenazada y pareciera que no nos hemos querido dar cuenta de ello. Con sus luchas y fatigas, con sus gozos y alegrías me traducían lo que estaba escrito en los libros y así, les pedí que me orientaran en la difícil misión de acompañar a quienes quieren expresar su decisión de vivir el matrimonio cristiano conscientemente y con todo lo que esto implica. Ellos siguen haciendo mucho bien a muchas parejas de novios y casados y, con su ejemplo, me he animado a escribir algo sobre el tema de la familia. Sé que no tengo ninguna autoridad, que mi lenguaje puede ser considerado parcial pues, obviamente, hablo desde lo poco que sé de teología y desde mi ser religioso y sacerdotal. Pero, sé, asimismo, que me mueve el dolor al ver que muchas familias sufren en este mundo hostil a los valores de la familia que non son negociables porque si son valores, lo son y basta.
Me he inspirado -además- en lo que ha escrito Mons. Carlos Osoro, arzobispo de Madrid, en su prólogo al libro “Mucho más que dos” (Sal Terrae, 2016), de Pablo Guerrero, un jesuita español amigo mío. Monseñor Osoro ha tenido el valor de plantearse preguntas como éstas: ¿Tratamos a la familia como se merece? ¿Admiramos el milagro permanente que sucede en cada hogar, o simplemente nos hacemos eco de discursos casi apocalípticos sobre la familia? ¿En qué términos hablamos sobre la familia? ¿Cómo la miramos? ¿Cómo la miran nuestras instituciones educativas, sanitarias, eclesiales, políticas, sindicales…? ¿Qué hemos hecho por la familia? ¿Qué debemos hacer por la familia? En mi opinión, me parece sumamente complicado encontrar respuestas a estos planteamientos, si no imposible, pero, al menos nos dan oportunidad para orar, discernir y afrontar la problemática con parejas como la de Julia y José Manuel que se siguen esforzando para ayudar a otros y no ser cómplices de quienes pretenden destruir la familia.
Comienzo con el tema del amor a nuestros seres queridos que debe ser comunicado y confesado, sin miedo y sin dejar que los demás deban adivinar algo tan esencial. Cuenta una historia de Bruno Ferrero que: «De niña, Mordecai era una verdadera plaga. Así que sus padres la llevaron a un hombre santo al que todos acudían para pedir consejo en los casos más difíciles. «Déjenla aquí un cuarto de hora», dijo el santo hombre. Cuando los padres salieron, el anciano cerró la puerta. Mordecai sintió un poco de miedo. El hombre santo se acercó a la niña y, en silencio, la abrazó. La abrazó intensamente. Ese día, Mordecai aprendió cómo se convierten los hombres y se animó a compartir con el hombre santo, lo siguiente. Mi papá dice que soy enormemente magnífica…, pero Sara dice que debes tener un hermoso cabello largo y rizado como el de ella. Yo no lo tengo. Para ser enormemente magnífica… Juan dice que debes tener dientes blancos y perfectamente ordenados como los suyos. Yo no los tengo así. Para ser enormemente magnífica, Jessica dice que no debes tener esas cositas marrones en la cara llamadas pecas. Yo las tengo. Para ser enormemente magnífica… Alejandro dice que tienes que ser la más inteligente de la secundaria. Yo no lo soy.
Para ser enormemente magnífica… Antonieta dice que hay que saber decir los chistes más divertidos de la escuela. Yo no sé cómo hacerlo. Para ser enormemente magnífica… Laura dice que hay que vivir en el barrio más bonito de la ciudad y en la casa más lujosa… Yo no vivo allí. Para ser enormemente magnífica…. Alfonso dice que hay que llevar sólo la ropa más bonita y los zapatos más de moda. Yo no los uso así. Para ser enormemente magnífica… Samantha dice que tienes que pertenecer a una familia perfecta. Ese no es mi caso. Pero, cada noche, a la hora de dormir, mi papá me abraza con fuerza y me dice: «Eres enormemente magnífica y te quiero». Ahora, cuando me pongo a pensar en eso, me doy cuenta que mi papá debe saber algo que mis amigos no saben y eso, es lo realmente importante. Por lo tanto, estoy segura que para ser enormemente magnífica, basta con que yo me sienta así, que lo crea profundamente y que deje que, quienes de verdad me conocen y me quieren -así como soy-, me lo repitan todos los días».
Domingo 13 de noviembre de 2022.