La ciudadanía ha sido capaz de darse cuenta, y ha evaluado con más honradez y seriedad a sus líderes de lo que hicieron los ‘hacedores de palabras’, los opinadores, pues.
El día de ayer, cientos de miles de mexicanos se manifestaron en defensa del Instituto Nacional Electoral y la democracia. Visto al contrario, lo hicieron en contra de una reforma electoral improcedente, como ya lo hemos analizado en semanas previas. Proviene del poder, y no de la oposición o la ciudadanía. No busca ampliar las libertades, sino restringirlas.
Seguramente López Obrador reaccionará como siempre: descalificando la manifestación y a quienes participaron en ella. Así lo hizo en 2004, cuando decenas de miles exigimos que atendiera la seguridad pública, en su papel de jefe de Gobierno, después del secuestro y asesinato de Fernando Martí, hijo del empresario Alejandro Martí. Desde entonces, debía haber sido claro para cualquiera que López Obrador es incapaz de empatía, dignidad, vergüenza y decencia.
Pero muchos colegas, académicos y opinadores, olvidaron pronto los insultos y descalificaciones de López Obrador, así como su incapacidad de aceptar resultados electorales contrarios, y participaron en el lavado de cara que lo convirtió, de ser el político con más negativos en México en 2014, en el salvador de la patria: la segunda venida del Mesías, después de la fallida de 2006.
También lo olvidaron millones de votantes, pero a ellos nada hay que recriminarles. El deterioro de la democracia, a nivel global y en México, no es culpa de quien vota, sino del abandono y la desidia de quienes tienen el privilegio de trabajar con información y conocimiento. Poder hacerlo lleva consigo una grave responsabilidad: millones de personas deciden con base en lo que pueden ver, leer o escuchar de parte de ellos. Millones que no pueden dedicar el tiempo suficiente para analizar al detalle, para confrontar opciones, para profundizar, dependen de ese pequeño grupo de privilegiados que cobran por hacerlo.
En todo el mundo, pero también en México, los responsables de ayudar a la población a interpretar lo que ocurre a su alrededor abandonaron su trabajo en pos de la utopía. Decidieron colgarse del líder carismático para recibir un aplauso fácil, en lugar de mantener la costosa verticalidad. Afortunadamente, la ciudadanía ha sido capaz de darse cuenta, y ha evaluado con más honradez y seriedad a sus líderes de lo que hicieron los “hacedores de palabras”, como se refería Nozick a ese grupo que, porque opina, se cree merecedor de un reconocimiento que se le niega.
Al momento de escribir estas líneas, inmediatamente después de la manifestación, no sé cuántos mexicanos participaron en ella. José Woldenberg, en su discurso, sugirió que más de 200 mil personas habrían participado en la Ciudad de México, y por las imágenes, tal vez una cantidad cercana en el otro medio centenar de ciudades en que ésta ocurrió. No es poco. En lo que pude ver, era la clase media en pleno, desde la que vive con más limitaciones hasta la que raya la opulencia. No olvidemos que cerca de dos terceras partes de los mexicanos se encuentran en ese difuso espacio. Es el núcleo de votos que han decidido todas las elecciones presidenciales que hemos tenido en democracia, desde el 2000 hasta 2018. Así ocurrirá en 2024.
Si había alguna duda, me parece que la manifestación de ayer debe dejar claro que López Obrador, y el movimiento que encabeza, se encaminan a una derrota. Él lo sabe, y por eso su insistencia en destruir al árbitro electoral. Frente al mundo, eso ya es imposible. Pero faltan casi dos años en los que serán capaces de la mayor destrucción posible. Si no pueden ganar, que no haya tablero. Si no pueden gobernar, que no quede nada.
Serán dos años difíciles, pero el resultado final ya está claro. (El Financiero)