Hay que ir construyendo ese espacio de reconciliación y reconstrucción que requeriremos en menos de dos años, dice Macario Schettino.
Desde el 6 de junio de 2021, el Presidente ha perdido toda capacidad política. Desde mucho antes, su gobierno se había encaminado al precipicio, como afortunadamente decidió Planeta titular el libro que me publicó recientemente. En estas páginas, el 6 de marzo de 2020, con la pandemia a punto de llegar al país, pero ya con una contracción económica relevante, lo comentamos en estas páginas. Ya se habían tomado las decisiones que hoy lastran al gobierno: cancelar el aeropuerto y reemplazarlo con uno de juguete, construir Dos Bocas e iniciar el Tren Maya. Desde entonces era claro que no tendrían mayor utilidad.
También se había ya destruido la mejor política social en la historia nacional: Progresa-Oportunidades-Prospera y el Seguro Popular fueron reemplazados por reparto de dinero y por ilusiones estatistas, primero el Insabi, ahora IMSS-Bienestar, que no podrán funcionar jamás. Ya se había iniciado el saqueo de fondos y fideicomisos, así como cuentas bancarias del gobierno, de forma que era posible imaginar la ruta hacia la crisis fiscal en la que hoy ya nos encontramos.
La pandemia efectivamente sirvió como “anillo al dedo”, en tanto que le permitió al Presidente fingir que todas las dificultades provenían de ella. Sin duda hubo un golpe por el confinamiento, pero en México ni siquiera se intentó compensarlo con algún programa de apoyo, como se hizo en prácticamente todos los países. Por eso, a tres años del inicio del contagio, no podemos recuperar el nivel de la economía. Por eso los ingresos de la población son inferiores, por eso los empleos son todavía peores que de costumbre.
Sin embargo, aunque a esta columna le parecía claro que el sexenio había terminado ya en esa fecha, quedaba el espacio que López Obrador conoce: la política. Su capacidad de mentir, su control de los medios electrónicos y su presencia continua le permitían mantenerse vigente a pesar de un gobierno totalmente fallido. Las encuestas así lo medían: mientras se calificaba mal al gobierno, se seguía respaldando al Presidente. Sin embargo, ese respaldo no se tradujo en votos en la elección intermedia. La coalición presidencial perdió por dos millones de votos frente a la oposición que, por no ir totalmente coaligada, no pudo convertir esa votación en una mayoría de curules. Pero la mayoría calificada, la que requería el Presidente para cambiar la Constitución, ésa sí la perdió.
Sorprendentemente, la reacción presidencial fue lanzar como sucesora a Claudia Sheinbaum (tres años antes de la elección), para lo que fue necesario destruir a Marcelo Ebrard, labor en proceso. Puesto que Claudia no lograba crecer, hubo que traer a Adán Augusto como competidor, con resultados parecidos. Más sorprendente aún, el Presidente anunció tres reformas constitucionales, a sabiendas de que no tenía cómo sacarlas. Confiaba en doblar al PRI, pero se le ocurrió promover la revocación de mandato, para mostrar su fuerza. Mostró debilidad, y Alejandro Moreno, Alito, lo aprovechó para convertirse en la figura nacional que no era. La reforma eléctrica se vino abajo.
Se desató la tormenta sobre Alito, y con base en ella intentó el Presidente sacar la reforma de la Guardia Nacional. Tampoco lo logró, aunque obtuvo una extensión que, en realidad, no tiene mucha importancia. Ahora venía la electoral, y provocó una reacción ciudadana que no imaginaba. Procede ahora el Presidente a impulsar una manifestación en respuesta. Es una tontería: si le sale bien, será porque ha sido su arma de lucha por décadas y porque tiene el poder. Si le sale mal, ya no podrá levantarse.
Hay que actuar ya considerando el fin de este gobierno. Hay que ir construyendo ese espacio de reconciliación y reconstrucción que requeriremos en menos de dos años. Olvídese de López Obrador, pensemos en lo que sigue. (El Financiero)