P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Lo que está en juego en el Adviento es que nos realmente nos convirtamos y Juan el Bautista lo grita a nuestros oídos: «¡Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca!». Pero la conversión no es sólo realizar actos religiosos, por muy santos que sean; consiste, sobre todo, en encontrar al Señor que está muy cerca y dejar que Él transforme mi corazón. Los profetas, como Juan, están ahí para ayudarnos a tomar conciencia de la llamada de Dios, para darnos cuenta de la extrema cercanía del reino de los cielos. Todas nuestras tradiciones o prácticas religiosas o -sean las que sean-, tienen su razón de ser sólo en esto: ayudarnos a crecer en la comunión con Dios. ¿Quizás preferiríamos continuar el Adviento de forma tranquila, ligera y superficial? Tal vez sí. Sin embargo, esto no estaría a la altura de lo que queremos celebrar en la Navidad: un gran deseo de encontrar a Dios de una manera renovada. Nuestra conversión y el deseo de un encuentro perenne con el Salvador, no se producirán sin nosotros. No ocurrirán sin un esfuerzo vigoroso de nuestra parte para encontrar lo que se interpone en nuestro camino detrás de Jesucristo.
Tampoco se producirán de forma «barata», es decir, superficial o frívola, como cuando se pinta una pared sin preocuparse antes de rellenar las grietas y los agujeros. En otras palabras: «¡Conviértete!» Por otra parte, si bien es importante que nos comprometamos sin reservas en el camino de la conversión, no es menos cierto que no la lograremos por nuestros propios esfuerzos, sino con las manos abiertas, recibiendo nuestra conversión como una gracia de Dios presente, aquí entre nosotros. En otras palabras: «El reino de los cielos está cerca» … ¿Cómo podemos ser cada vez más conscientes de ello? ¿Cómo acogerlo un poco más en este Adviento? Puede inspirarnos San Juan de la Cruz (1542-1591) y la meditación de su “Cántico Espiritual”. El santo castellano canta la búsqueda amorosa del alma (es decir, de cada uno de nosotros) para encontrar al Amado, que es Dios; que es Él, quien nos pone en camino hacia Belén, donde nació el Salvador.
Así exclama el alma cuando decide ir al encuentro de Aquél a quien ama: el alma se da cuenta de lo que está obligada a hacer, viendo que la vida es corta (Job 14,5), que el camino a la vida eterna es estrecho (Mt 7,14), que el justo apenas se salva (1 Pe 4,18), que las cosas del mundo son vanas y engañosas, que todas las cosas se acaban y fracasan como el agua que fluye (2 Re 14,14), el tiempo incierto, el cómputo exacto, la perdición muy fácil, la salvación muy difícil. El alma, por otra parte es consciente de la gran deuda que tiene con Dios por haberla creado únicamente para Él, por lo que le debe el servicio de toda su vida, y por haberla redimido únicamente de sí mismo, por lo que le debe todo lo demás y la correspondencia del amor de su voluntad y otros mil beneficios en los que sabe que está obligado con Dios incluso antes de nacer, y que una gran parte de su vida se ha desvanecido en el aire, y que todo esto se lo debe a sí mismo, tanto lo primero como lo último, hasta lo último (Mt 5,26).
Dios recorrerá Jerusalén con velas encendidas (Sof 1,12), tal vez, a última hora del día (Mt 20,6) para encontrarme y tal vez sea tarde para compensar tanto mal y tanto dolor que he causado. Tal vez advierta que Dios está triste y escondido porque lo he querido olvidar en medio de las criaturas y me declare herido por el dolor interior del corazón a causa de tan grande pérdida. Cuando mi alma renuncie a todas las cosas, abandone toda preocupación, sin demorar ni un día, ni una hora y con ansiedad y gemidos que salen del corazón, inflamado por el amor de Dios, comience a invocar a su Amado y le diga ¿Dónde te escondiste, amado, y en el llanto me dejaste? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras de ti llorando, pero te habías ido (Cántico espiritual B1, 1). Nuestra conversión comienza con la conciencia nítida de que ¡Dios está aquí y yo estoy en otra parte! Dios está aquí y me espera, pero yo me siento atraído y polarizado por otras realidades, por el ruido superficial, por la frivolidad, por la imagen… Esta constatación puede ser dolorosa, como cuando asumimos que nos hemos equivocado durante mucho tiempo sin siquiera habernos dado cuenta. Sin embargo, el dolor no debe desanimarnos porque no tiene, ni debe tener, la última palabra.
Es como un aguijón que nos empuja en nuestro camino. Y nuestro camino de conversión continúa con un grito y una llamada que dirigimos a Dios: «¡Ven pronto en mi ayuda!» Esta toma de conciencia de nuestra dispersión va acompañada de la constatación de nuestras afecciones desordenadas en nuestra forma de relacionarnos con las personas, las cosas, los acontecimientos, las ideas, que nos impiden ser libres. Todas estas realidades pueden ser buenas en sí mismas, sin embargo, me impiden ser libre. Para ilustrar esta dificultad y las consecuencias nefastas que tiene en la vida espiritual, el místico castellano elige la imagen de un pajarito, cuya pata está atada por un fino hilo y no podrá volar hacia el Cielo y la presencia de Dios. Algunas imperfecciones habituales son el hábito ordinario de hablar mucho y escuchar poco, un apego a una cosa de la que uno nunca se decide a liberarse, por ejemplo, a una persona, a una moda, a un lujo, a un cierto tipo de comida y otros afectos que, aunque pequeños, me encadenan. Mientras el alma los tenga, no puede progresar en la perfección, aunque la imperfección sea realmente mínima. Porque da lo mismo si un pájaro estuviera atado por un hilo fino o por uno grueso; pues, aunque sea fino, estará tan atado a él como lo está con el grueso hasta que lo rompa para poder volar. Es cierto que el delgado es más fácil de romper; sin embargo, por muy fácil que sea, si no lo rompe no podrá volar. Así es el alma que se apega a algo, aunque posea mucha virtud, no alcanzará la libertad de la unión divina (Subida al Monte Carmelo I, 11, 4).
Domingo 11 de diciembre de 2022.