Carolina Motoki
CPT, Brasil
Las Américas arrastran una triste memoria y sus heridas siguen abiertas hoy: la esclavización de indígenas y negros secuestrados en África está en el corazón de nuestra colonización y de nuestra constitución como “naciones independientes”. La transformación de los seres humanos en mercancías -¡incluso decían que no tenían alma!-, fue fundamental para la industrialización, el enriquecimiento de Europa y la consolidación del sistema capitalista.
Nosotros, de este lado del océano, fuimos condenados a otra modernidad: la que pretende homogeneizar y eliminar las más diversas formas de vivir y estar en el mundo; la que expulsa a las comunidades de sus territorios de vida para transformarlos en madera, mineral, hierba o soya, y abastecer a Europa y otras partes del mundo. En este proceso, la tierra se vuelve esclava, los hombres y mujeres se vuelven esclavos, toda la humanidad sufre de virus contagiosos.
La colonización no es un evento pasado. Las miles de comunidades tradicionales –indígenas, quilombolas, campesinas- cobijan territorios ecológicos tan diversos como sus modos de vida. Desde el Pantanal y el Chaco hasta los bosques Chiquitanos, pasando por la Selva Panamasónica y el Cerrado brasileño, sobrevolando La Patagonia hasta la Selva Maya, en los llanos, en las mesetas o en los altos, son innumerables las comunidades que siguen resistiendo la colonización. Sus territorios son codiciados para la expansión del capital, a través de constantes invasiones que los convierten en espacios de lucro para la agroindustria y la minería, mercantilizando también los bosques. Las comunidades son expoliadas, destruyendo la diversidad de formas de vida. La resistencia al avance del capital supone extrema violencia y criminalización.
Esta destrucción favorece una especie de “monocultura de la vida”, que nos está conduciendo al fin del mundo. El objetivo es que todos formemos parte del sistema de producción capitalista, como meros consumidores o trabajadores explotados, frecuentemente en condiciones de esclavitud. Este “progreso” pretende hacernos a todos iguales. Pero no somos todos iguales; este sistema se basa en una inmensa desigualdad, en el saqueo de la fuerza del trabajo y de los bienes naturales, con una desproporcionada correlación de fuerzas.
La expulsión de las comunidades de sus territorios supone el trabajo esclavo contemporáneo, que sigue tratando a hombres y mujeres peor que animales, como si fueran cosas, despojadas de alma y humanidad, despojadas de su dignidad. Primero, porque toda destrucción ambiental se hace a través de formas intensas y degradantes de explotación del trabajo humano, como la deforestación y la minería. Segundo, porque, expulsadas, estas personas terminan empobrecidas, convirtiéndose en presa fácil del sistema esclavista. En las ciudades, su sabiduría y conocimiento, anclados en la tierra, las plantas, las aguas, los suelos, ya no se valoran. Sin opción, terminan sometiéndose a trabajos precarios y su existencia se convierte en un instrumento del capital.
Por el contrario, la resistencia de estas comunidades nos da esperanza frente a la explotación capitalista. Sus cuerpos-territorios imponen una barrera al capital y luchan contra el progreso que se presenta como muerte, barbarie colonial.
Con las comunidades, aprendemos otra idea de la tenencia de la tierra, frente a la propiedad privada que concentra la riqueza; aprendemos posibilidades de autonomía y autosuficiencia, frente a la dependencia del “rey mercado”; aprendemos otros valores para orientar la organización de la vida y las relaciones, otra política; aprendemos otros sistemas de producción que no usurpan la naturaleza y que producen nuestra socio-biodiversidad. Finalmente, aprendemos otra espiritualidad, recordando el pasado para redimir el presente y, en la acción y la resistencia, esperar el futuro.
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