En el actual contexto occidental, no puede exagerarse la amenaza en que se ha convertido López Obrador.
La reforma al Poder Judicial es una venganza, un berrinche, una ocurrencia. No busca mejorar el funcionamiento del sistema judicial, en el que la procuración y administración son claramente mucho peores que la impartición de justicia. Es nada más saciar el apetito de un megalómano.
Aunque no han faltado ocurrencias en el sexenio, todas ellas con costos de medio billón de pesos en adelante, ésta es mucho más seria, porque hundiría cualquier avance en Estado de derecho que uno pueda encontrar. Nos quedamos sin conectividad aérea, con dos aeropuertos más bien inútiles: uno por su edad, otro por su calidad y ubicación. Tenemos un monstruo incapaz de refinar petróleo, al que le faltan conexiones para recibir gas y crudo, y para sacar petrolíferos. Y un tren que no se necesitaba, que no mejora la conexión entre ciudades y que ha causado ya una gran destrucción en un ecosistema particularmente frágil. Nada sirve.
Para asegurar sus votos, desde el poder se destruyó la política social para repartir dinero. Pero para que ese dinero realmente tuviera impacto, se terminó destruyendo toda la administración pública. En 2018, 33 por ciento del gasto del gobierno se destinaba a las funciones públicas (gasto corriente) y 26 por ciento a pensiones, transferencias y ayudas. En este año, las proporciones se han invertido: el dinero se reparte, pero los bienes y servicios públicos desaparecen. Eso es perfectamente claro en el caso de salud, y cada día es más evidente en educación, pero lo puede usted encontrar en cualquier dependencia federal, que no tiene ya ni materiales para operar, ni las personas calificadas para hacerlo. Como pronto descubrirá Claudia Sheinbaum, no hay ya administración pública.
Después de haber dilapidado los ahorros de 25 años, y de destruir la administración a punta de ‘austeridad’, llevamos ya año y medio sin que alcance el dinero que se recauda para sostener ocurrencias y compra de voluntades. Para mayo, el déficit del gobierno superó 500 mil millones de pesos y, en la estimación más benévola, se sumará un billón más en lo que resta del año. Tendremos el déficit más elevado desde fines de los años ochenta, esa década en la que vivimos en crisis permanente debido precisamente a un gobierno que no podía financiar sus gastos.
Sin embargo, la capacidad de destrucción del megalómano no tiene límite. Es un gran ejemplo de por qué nadie debe gobernar sin contrapesos. Y es precisamente lo que quiere destruir hoy: el contrapeso que tuvo en los últimos tres años, que le impidió exterminar la presencia privada en el mercado eléctrico y la competencia en las elecciones. No es difícil imaginar el siguiente paso, y eso es lo que pone nerviosos a los mercados, y aterra a millones de mexicanos.
Pero el afán destructor ha avanzado gracias a aquellos que quieren pescar en río revuelto, incapaces como son de hacerlo en condiciones normales. Ministras que nunca debieron serlo, legisladores bribones, empresarios compadres, medios cobardes, son el soporte con el que este energúmeno ha gobernado. Se suman a quienes, por dos décadas, solaparon su crecimiento.
En los tres meses que inician hoy veremos si cambian los vientos, si inicia el ocaso y se impide un golpe del que México puede no recuperarse, o si, como hemos sospechado hace tiempo, en realidad el poder está concentrado en él, y no en el cargo presidencial. En el actual contexto occidental, no puede exagerarse la amenaza en que se ha convertido López Obrador. Después de su sexenio, México ya no tiene ni estabilidad financiera, ni fortaleza financiera, ni Fuerzas Armadas dignas de ese nombre, hoy encargadas de cualquier cosa menos de la defensa nacional. Un país dividido, débil, vulnerable, es la herencia de quien aspiraba a convertirse en historia. Que sea pronto. (El Financiero)