En ocasiones las cosas se enredan: no es fácil subrayar el talento y la honestidad de los miembros del nuevo gabinete, para distinguirlos de la ineptidud y la corrupción del anterior.
Se entiende que una buena parte de la comentocracia, del empresariado, e incluso de la clase política no-morenista, procure la manera de llevar la fiesta en paz con el nuevo gobierno que tomará posesión el 1 de octubre. Hay varias razones válidas que lo explican.
Otros seis años de enfrentamiento, insultos, auditorías, extorsiones, conflictos verbales, ataques personales y filtraciones del régimen se antojan insoportables, y con razón. Salvo los políticos profesionales, los demás protagonistas de la confrontación durante el sexenio de AMLO no están (no estamos) preparados, habilitados o dispuestos a ese tipo de confrontación. Todo esto cansa y desgasta. No es lo propio.
En segundo lugar, la guerra (casi siempre sucia por parte del régimen) no resultó fructífera. Morena ganó dos a uno, y si bien ni toda la intelligentsia, ni toda la clase empresarial, ni siquiera la totalidad del estamento político opositor del país, buscaron la derrota del lopezobradorismo (ver a varios gobernadores del PRI y del PAN), muchos sí lo hicieron, y perdieron. Seguir con la misma estrategia implica seguir siendo derrotados.
Luego, es preciso tomar en cuenta el daño a terceros. Una cosa son los dueños o directores de empresas y de medios, los líderes de opinión y los dirigentes de las organizaciones de la sociedad civil contra la corrupción o de defensa del medio ambiente y los derechos humanos, y otra los accionistas, los columnistas, sus familiares, los activistas de a pie. Muchas estrellas pueden resistir otro sexenio; los demás difícilmente. Y, sobre todo, no hay razón alguna por la cual deban padecer las consecuencias de los antagonismos de sus empleadores, directivos, editores, o padres y madres.
Por último, es evidente que la diarquía actual entre el presidente en funciones y la presidenta-electa constituye una oportunidad para recentrar el combate a la 4T. Puede o no darse la ruptura; la armonía actual puede durar o no; la situación se parece a la de 1936, 1977 y 1995 o no; pero para cualquiera que por una razón u otra rechaza a López Obrador, la tentación de subrayar los contrastes entre él y Claudia Sheinbaum es enorme. La mejor manera de destacar las diferencias residiría entonces en exaltar las virtudes de la mandataria que viene, y deslindarla de las deficiencias del que se va.
Creo que más allá de la zalamería de algunos empresarios, columnistas y políticos, así se explican los repetidos intentos de descubrir las gracias de Sheinbaum y de enfatizar los vicios de AMLO. Ella es pragmática, “técnica”, científica, cosmopolita, dialogante, se rodea de un equipo competente y no simplemente leal, ordenada, mientras que él es todo lo contrario. En ocasiones las cosas se enredan: no es fácil subrayar el talento y la honestidad de los miembros del nuevo gabinete, para distinguirlos de la ineptidud y la corrupción del anterior… si muchos son los mismos, a veces en el mismo cargo, a veces en otro parecido. Pero una maroma conceptual de más no incomoda a nadie.
Yo comparto muchas de las actitudes o sentimientos aquí descritos y atribuidos a personas conocidas (ver por ejemplo la reseña que hace Jesús Silva-Herzog Márquez del discurso del patrón de Lala delante de la diarquía). Pero difiero de la solución o el remedio propuesto, tácita o explícitamente. No creo que la invención de buenas intenciones o de aptitudes no comprobadas en una u otros, ni la hipocresía incluso justificada, le sirvan al país, a los que perdimos el 2 de junio, o a la propia Sheinbaum. Pienso que la ruptura no se dará, tanto por la fuerza inédita de López Obrador como mandatario saliente, como por la coincidencia profunda entre él y ella sobre todos los asuntos de fondo en México y en el mundo. Por ende, creo que la búsqueda constante de contrastes es estéril: es puro wishful thinking.
Ojalá Sheinbaum, a diferencia de sus dos predecesores, establezca una interlocución normal con sus críticos, donde la presidencia no cambia de ideas sólo porque alguien lo escribe, pero donde los que critican, por una razón u otra, perseveran. Es complicado pedirle a los empresarios que le digan realmente, en público y en privado, al jefe del ejecutivo lo que piensan; la mayoría de los nuestros sencillamente carecen de esta disposición. Pero los políticos y los comentócratas sí lo pueden hacer, sin gritos ni sombrerazos. Ella también, si quiere. (El Universal)